La hambruna intencionalmente dirigida contra la población civil es un crimen de guerra cuando se la usa en el marco de un conflicto armado. Cortar intencionalmente los corredores humanitarios que protegen los suministros básicos para la subsistencia, también.
Según el informe de la ONU para la Alimentación y la Agricultura “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2021″, buena parte de África y Asia están sufriendo inseguridad en el acceso a alimentos y a la nutrición desde 2019.
La guerra entre Rusia y Ucrania empeoró los indicadores analizados en el documento. El informe enfatiza que “el hambre afecta a 21% de la población de África, frente a 9% de Asia y el 9,1% de América Latina y el Caribe. En términos cuantitativos, más de la mitad de la población subalimentada mundial se concentra en Asia (418 millones) y más de un tercio, en África (282 millones).”
Esto no ha sido, ni es, ajeno a las preocupaciones de organismos multilaterales como Naciones Unidas, la Corte Penal Internacional o la Unión Europea. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas cuando adoptó la resolución “Protección de civiles en conflictos armados (2417)” en 2018, incluyó en el texto final que “las violaciones del derecho internacional humanitario y del derecho internacional de los derechos humanos y la inseguridad alimentaria pueden ser factores impulsores del desplazamiento forzado”. Como lo destaca la resolución, las implicaciones de inanición inducida e intencional podrían derivar de la violación de un derecho humano o de la comisión de un crimen internacional dependiendo de la gravedad y de los elementos específicos de cada tipo de infracción al derecho internacional.
El Estatuto de Roma es el tratado internacional constitutivo y regulador de la Corte Penal Internacional. La modificación en 2019 de su artículo 8, crímenes de guerra, marcó un hito en la codificación de las normas del derecho internacional humanitario. Si bien “hacer padecer intencionalmente hambre a la población civil como método de hacer la guerra, privándola de los objetos indispensables para su supervivencia” ya formaba parte del Estatuto para conflictos armados internacionales, la codificación del delito de hambrear intencionalmente a la población civil como crimen de guerra en un conflicto armado no internacional refleja la voluntad de los estados de tener más herramientas para disuadir conductas inhumanas en marcos bélicos.
Con datos previos al conflicto armado entre Rusia y Ucrania, según “El reporte sobre la Guerra” de 2018 (Geneva Academy of International Humanitarian Law and Human Rights, último año publicado), en ese año ocurrieron 69 conflictos armados en el territorio de 30 estados. Siete de ellos fueron conflictos armados internacionales, hubo diez estados o territorios ocupados por una fuerza beligerante y 51 conflictos armados no internacionales ocurrieron en el territorio de 22 estados.
¿Son estos datos una muestra del efecto disuasorio del Derecho Internacional Penal? Sí, y no. Son positivos en relación a lo vivido con anterioridad a 2018, y absolutamente negativos si tomamos en cuenta lo ocurrido en los años posteriores. Los conflictos armados no cesaron ni disminuyeron durante 2019 y 2020, inclusive en los momentos en que la pandemia de Covid-19 arreciaba con crudeza. Junto al silencio e indiferencia de la mayoría de estados (no fue el caso de Argentina) frente al pedido expreso del secretario general de Naciones Unidades a que se acatara un alto el fuego global en base a la extraordinaria crisis sanitaria.
Podemos afirmar que el número de conflictos armados entre países ha visto una merma en su intensidad y cantidad en el siglo XXI. Asimismo, también vemos que la evolución y consolidación del Derecho Internacional Penal no ha supuesto una reducción significativa de la comisión de delitos en los conflictos armados. Aun cuando la investigación y sanción de crímenes internacionales ha crecido de manera exponencial a nivel nacional e internacional.
Hoy contamos con herramientas para medir casi todas las consecuencias de una hambruna generalizada o dirigida contra la población civil de un lugar determinado. También contamos con herramientas jurídicas, nacionales e internacionales, para investigar, sancionar y reparar delitos como el de hacer padecer hambre intencionalmente a una población civil. Unir esas herramientas de investigación con aquellas jurídico-penales podría afianzar uno de los objetivos centrales de la justicia penal: frenar los efectos devastadores del delito. La voluntad política de que esto ocurra es el elemento ausente en muchas mesas de negociación y foros multilaterales.
La paz, la seguridad y el bienestar del mundo son los bienes jurídicos por los cuales la Corte Penal Internacional existe, de acuerdo con el preámbulo del Estatuto de Roma. Su jurisdicción se puede activar en situaciones donde se hayan cometido genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y el crimen de agresión. En esta época de conflictos armados relativamente menores a los del siglo XX, pero de grandes consecuencias, es imperioso que la Corte obtenga el apoyo político necesario para que esos bienes jurídicos sean protegidos de manera efectiva.
Ucrania debería darle prioridad a la ratificación del Estatuto de Roma con el fin de obtener herramientas jurídicas internacionales y, al mismo tiempo, comunicar con actos su voluntad de ajustarse a derecho. Sería deshonesto soslayar la crudeza del enfrentamiento bélico y la importancia de defender su integridad territorial. Sin embargo, la respuesta de 14 estados miembros de la Unión Europea que han activado su jurisdicción penal para juzgar crímenes de guerra cometidos en el campo de batalla ucraniano es una muestra de que los caminos jurídicos se deben recorrer y no se deben ignorar por más largos y tortuosos que parezcan.
* El autor es un jurista mendocino. Especialista en Derecho Internacional Penal.