La primera conciencia del tiempo que desarrolló el hombre fue inevitablemente cíclica: los días, las estaciones, los astros, las mareas, las fases vitales de plantas y animales le gritaban la evidencia de un mundo en continuo nacimiento, crecimiento y muerte. Con el tiempo, algunos llegaron a la conclusión de que era posible que el mundo tuviera principio y fin, e incluso que tuviera sentido, dirección. Metafóricamente (en un caso paradójico de involución tecnológica) cambiaron la rueda por la flecha.
Al decir de Jacob Taubes el tiempo judeocristiano es un vector entre dos eternidades: la segunda trae la Salvación. Si bien esa concepción es de origen religioso, se mantiene secularizada en nuestra percepción de lo nuevo. A diferencia de otras culturas no lo percibimos como una amenaza (lo que es bastante razonable) sino como una promesa, como una esperanza, aún con su carga inevitable de incierto, de desconocido. En eso radica nuestra idea moderna de Progreso.
La Argentina fue organizada según esta concepción del tiempo. Un tiempo que siempre traía algo mejor que lo de antes. Progreso material, despliegue institucional, crecimiento del recurso humano, expansión del Estado. Con sus problemas, conflictos, desacoples y retrocesos, claro. La grandeza estaba más adelante. Era el país del “todavía no”. En la década del 20, dos intelectuales se trenzaron sobre un aspecto particular del progreso argentino. En su estadía argentina José Ortega y Gasset alertó sobre la pasividad del argentino respecto de su presunto destino manifiesto: una actitud de espera. Raúl Scalabrini Ortiz la defendió. Con lo que podía, que no era mucho.
Un par de décadas después el país consiguió -o creyó conseguir- esa plenitud que le había sido prometida, el cenit al que se sintió llamado. La Edad de Oro del peronismo clásico duró unos pocos años, pero dejó una marca indeleble en la conciencia nacional. En cuanto terminaron, la Argentina se convirtió en el país del “ya no”. La nostalgia del paraíso perdido (o la ficción que para muchos suponía) mortificó a los argentinos desde 1955 en adelante. Hacia mediados de la década de 1970 ese país se perdió para siempre.
El tiempo argentino se convirtió aspiracionalmente en una flecha invertida (siempre queriendo recuperar ese país perdido), pero se reconfiguró en una modalidad cíclica de novedad aparente e inevitable fracaso. A mediados de los años 80 Chacho Álvarez, de la Renovación Peronista, señalaba el carácter engañoso de la novedad de los radicales que se llamaban a sí mismos Renovación y Cambio.
El intento más serio de modernización del país durante la democracia recuperada fue el gobierno de Menem. Por limitaciones propias y ajenas, todo lo ganado en esos años se perdió y fue sustituido por un relato explícitamente retornista. La nostalgia del peronismo originario sirvió para montar una formidable estructura puesta al servicio de la perpetuación en el poder de los Kirchner. El kirchnerismo no fue otra cosa que un montaje retroprogresista al servicio de las élites. La reinvención del relato fue tan prolija que se hasta se dio una nueva efemérides de fundación del país. Se sustituyó el 9 de julio de 1816 por el 24 de marzo de 1976: una fecha de fracaso, de la derrota de un pueblo incapaz de gobernarse a sí mismo. No parecía un punto de partida desde el que se pudiera lanzar un proyecto colectivo, sino más bien una clausura, un réquiem.
El gobierno de Cambiemos pareció encarnar la novedad después de un largo tiempo, activando esas formas tan inevitables como peligrosas del pensamiento mágico: muchos pensaron que la sola presencia del presidente Macri bastaría para cambiar el clima y la orientación derrotista y dependiente de los argentinos. No fue así, y entonces el pasado se hizo presente de una forma particularmente cruel en las elecciones de 2019: el clientelismo, el corporativismo y las estrategias deliberadas del atraso y el retroceso se mostraron a cara lavada, sin máscaras ni afeites.
Pero cuando pensábamos que el futuro nos era definitivamente negado, dos acontecimientos vinieron a confirmar el empecinado emerger de lo nuevo.
Muchos nos habíamos cansado de ver en loop, comentados por mil lenguaraces diferentes, los goles de Diego a los ingleses en el 86, la final contra los alemanes, la épica contra los italianos y brasileños, la caída heroica en la final del 90. Muchos pensábamos que la Edad de Oro del fútbol argentino había quedado definitivamente atrás. Y de repente, después de la muerte del astro en 2020, la Selección se rehabilitaría como potencia futbolística, al conseguir en dos años consecutivos la Copa América y la del Mundo.
En ningún caso y en ninguna circunstancia se debe despreciar la potencia transformadora de los símbolos.
Después, cuando el futuro del país parecía dirimirse entre dos propuestas de cambio de naturaleza cosmética -Massa y Larreta, dos consumados gatopardistas- y la continuidad de loa decadencia parecía asegurada, vino alguien de afuera a romper la hegemonía incontestada de la casta. Javier Milei encarnó la idea de que no hay solución ni posibilidad en el elenco dirigente. Su mensaje sintonizó con la aspiración de millones de argentinos de volver a ser dueños de su destino personal. Para eso hacía falta una ruptura tipo Urquiza. O Yrigoyen. O Perón. Veremos si lo consigue.
Lo nuevo explota otra vez, a Dios gracias. Es peligroso, es incierto, es lo desconocido: como siempre sucede con lo nuevo. Pero no podemos vivir sin ello.
* El autor es Doctor en Filosofía Política.