El 9 de julio de 1816 las Provincias Unidas de Sud América se declararon libres e independientes de la metrópoli española. Se trataba de un acontecimiento político de enorme trascendencia para las entidades soberanas que habían emergido de la crisis política y constitucional de la monarquía española, la invasión napoleónica y la reversión de la soberanía a los pueblos que desmanteló las bases del Imperio español en sus posesiones americanas. La declaración de la independencia suponía un punto de inflexión en el desarrollo de la revolución iniciada en Buenos Aires en 1810. No solo porque venía a realizar el mandato inconcluso que la Asamblea del año XIII se había visto impedida de cumplir. También lo fue porque el nuevo status exigía poner en discusión la forma de gobierno que debía adoptar la nueva nación en base al principio de la soberanía del pueblo. El mismo se hizo patente en los debates que dividieron la opinión sobre los mecanismos de selección de los gobernantes, la opción entre república y monarquía constitucional y las formas centralizadas o descentralizadas de gestión del poder independiente.
Las condiciones para edificar el montaje institucional estaban lejos de ser auspiciosas. La restauración absolutista en el Viejo Mundo había devuelto a Fernando VII al trono español quien había ordenado descargar toda su furia contra los “insurgentes” o “revolucionarios” americanos. La misma había tenido consecuencias trágicas para quienes aspiraban al autogobierno: entre 1814 y 1816 los gobiernos patriotas erigidos en Chile, Caracas, Quito y Bogotá habían sucumbido y solo la revolución rioplatense había logrado mantenerse en pie a costa de limitar su influjo en las jurisdicciones que habían integrado la geografía del virreinato creado en 1776. A esa dificultad se sumaba otra no menos relevante que provenía de las nervaduras del poder revolucionario: en 1814 la fuerza militar liderada por Carlos de Alvear había conseguido expulsar a los realistas de Montevideo eyectándolo como Director Supremo. Pero el éxito obtenido no había sido suficiente para frenar el ascendiente político y social del líder oriental José Artigas quien había extendido su brazo tutelar en las provincias del litoral, amenazaba con ganar Córdoba y tenía apoyos en la misma Buenos Aires. El conflicto, entonces, ponía en evidencia una constelación política alternativa al poder de los “directoriales” o partidarios del “sistema de la unión”, e intentaba adquirir mayor gravitación en el Congreso federal a realizarse en Paysandú. Para entonces Entre Ríos y Corrientes eran elevadas al rango de “Provincias confederadas e independientes”, Santa Fe “declaraba su independencia” y Córdoba elevaba el “estandarte del federalismo”, después de ser destituido el gobernador afín a los directoriales y elegido a un federal en su reemplazo.
En el otoño de 1815 esa cadena de infortunios tumbó al Director supremo, Carlos de Alvear, instalando una crisis inusitada que traccionó a favor de la reunión de un nuevo congreso general que tendría como sede la ciudad de Tucumán con el fin de garantizar la participación de representantes de las provincias del norte y de ciudades altoperuanas en vista a preservar cualquier injerencia artiguista. Un estatuto provisorio delimitó las bases de elección de los congresales las cuales expresaban la tónica del pasaje entre la antigua y la nueva representación política: cada diputado debía ser electo por los “pueblos” o cabildos para lo cual debían celebrarse asambleas primarias, y diseñarse secciones electorales para garantizar la representación de los vecinos de ciudad y las áreas rurales. El nuevo instrumento legal se tradujo en la elección de congresales que llegaron a Tucumán con la sólo excepción de los diputados por Mendoza en tanto su gobernador, José de San Martín, no utilizó el método electoral propuesto con el firme propósito de evitar cualquier contratiempo para afianzar la vía independentista a través de sus portavoces, el Dr. Tomás Godoy Cruz y el Dr. Juan Agustín Maza, que fueron electos por el ayuntamiento para dictar la Constitución nacional e instituir la forma de gobierno más conveniente a consolidar la libertad de las Provincias Unidas. A su juicio, el éxito de la guerra contra los realistas exigía introducir un giro radical del status jurídico vigente para dar por tierra con el mote de “insurgentes” o “revolucionarios” y hacer la guerra como nación soberana regulada por el Derecho de Gentes y entablar lazos de cooperación con naciones o estados neutrales que preveía la protección británica para consolidar la “libertad política”.
Fiel a las convicciones independentistas de San Martín, la celebración de la declaración de la independencia en Cuyo cumplió con todos los rituales públicos de rigor. El día elegido para la jura del acta fundacional de la nueva nación fue el 8 de agosto, una vez que San Martín arribó a Mendoza luego de haber mantenido una reunión en Córdoba con el flamante director supremo, Juan M. de Pueyrredón, de la que salió satisfecho por haber concertado el apoyo oficial a la campaña militar a Chile y el Perú.
El solemne acto tuvo lugar en horas de la mañana, y reunió primero a los capitulares, corporaciones, prelados y vecinos preeminentes quienes prometieron, “bajo el vínculo sagrado del juramento, sostener hasta con la vida la elevación de la soberanía entre las naciones del globo”. A continuación, San Martín encabezó la ceremonia siguiendo los pasos estipulados por el ministro de Guerra en la que jefes y oficiales del ejército y de las milicias de la ciudad y de la campaña (que incluyó a los indios y mestizos laguneros de Guanacache), juraron e hicieron la promesa de defender la independencia y la libertad de las Provincias Unidas “sosteniendo sus derechos hasta con la vida, haberes y fama”. Finalmente, los sargentos fueron los encargados de reproducir el ritual entre la tropa para participar luego de la celebración del Te Deum en la Iglesia Matriz. El cabildo ordenó engalanar calles y plazas con banderas y guirnaldas, y los fuegos de artificio iluminaron las noches provincianas. Mientras las familias decentes abrieron las puertas de sus casas para celebrar con banquetes y bailes tan magno acontecimiento de las que participó sólo la oficialidad del ejército, los festejos populares se extendieron durante varios días e incluyeron como de costumbre corridas de toros y juegos de cañas.
La ceremonia se reprodujo también en San Juan y San Luis. Aquí, el teniente gobernador había convocado por bando a los cuerpos militares, curas, vecinos y jueces de la campaña para que el “virtuoso pueblo” llevará a cabo el juramento. En la reunión, Vicente Dupuy se hincó de rodillas ante el Cabildo y prestó juramento siguiendo luego los capitulares, los oficiales, los empleados de la administración y las corporaciones. Al finalizar, todos dieron vivas y aclamaciones por la independencia y la libertad de América del Sur. A su vez, en la fiesta revolucionaria realizada en San Juan, el regocijo público “rayaba en locura”. Años más tarde, el narrador de los pueblos de Cuyo, Damián Hudson, evocó que “en los espléndidos bailes y banquetes que se dieron, los hombres rasgaban sus fracs, brindaban a la salud de la patria y, en seguida, algunos de los oficiales del ejército, mascaban los cristales de las copas que vaciaban”. La algarabía ocupó las calles y se manifestó también en el teatro: “Tres cuadras de una larga calle –anotó Hudson en sus recuerdos- fueron decoradas con colgaduras, banderas y escudos alegóricos, alfombrado el pavimento, concurriendo allí todas las familias a danzar por tres noches consecutivas. Levantando un teatro provisional, varios aficionados al drama, representaron la Muerte del César y algunas otras piezas del género trágico”.
El suceso se difundió por todas partes, y obtuvo réplicas en la prensa europea. En particular entre los publicistas americanos y emigrados liberales españoles residentes en Londres expectantes de la osadía encarada por los revolucionarios del sur que anticipaba la calculada empresa militar ideada en Cuyo que prometía restaurar la libertad en Chile y avanzar contra Lima, el foco de la contrarrevolución en América del sur. A esa altura era difícil imaginar su desenlace. Aun así, la firme convicción de los justos derechos de los americanos frente a los agravios infligidos por el rey español y los funcionarios coloniales habría de vigorizar la marcha del ejército por los pasos cordilleranos y cosechar el triunfo de Chacabuco en el verano de 1817.
* La autora es Historiadora. INCIHUSA. UNCuyo.