El dato testigo para entender todos los espasmos recientes del escenario político es el índice de inflación de enero. Ese registro -6 % en un mes- anticipa para Argentina un laberinto de problemas graves.
La presión salarial para la apertura de paritarias es la más perceptible para el ciudadano de a pie. Pero no será menor el impacto sobre las tasas de interés. Y si el problema con los pesos parece severo, conviene no mirar la cuenta en dólares.
La Bolsa de Cereales de Buenos Aires confirmó que por la sequía se perderán 14.000 millones de dólares en exportaciones. La Unión Industrial Argentina le recordó al Gobierno el enorme efecto recesivo de las trabas en el acceso al dólar para importar insumos. El 90% de las empresas no consiguen financiamiento.
La recompra de deuda que intentó el Gobierno para frenar el tipo de cambio no impidió que el Banco Central cerrara enero vendiendo dólares a un ritmo sólo comparable al mismo mes de 2014. El mecanismo devaluatorio elegido por Massa -desdoblar al infinito el tipo de cambio- de todos modos, está acercando al tren de la moneda a la estación Juan Carlos Fábrega. Y el de la política, a la estación Martín Guzmán.
La inflación incidirá de manera ineludible y central en el desarrollo del cronograma electoral en el corto plazo y marcará la transición política de mediano plazo. Todo el Gobierno quedó arrinconado por ese dato. Y esa percepción compartida por las distintas tribus del oficialismo explica el reflejo defensivo expuesto en la juntada de referentes anunciada como mesa política y electoral. Todos necesitan recuperar espacio y tiempo.
Hasta allí las coincidencias. Luego se dispersan las estrategias de repliegue. No son las mismas para Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa, sólo para hablar de las tres figuras más relevantes del oficialismo. El presidente necesita llegar. Sabe que, con la economía descontrolada, su gestión terminará el día que formalice su renuncia a la reelección. La vice necesita retener lo que pueda de su liderazgo interno. Sabe que se licuará el día que defina sus objetivos electorales, por ahora más cerca de los fueros de una renovación en el Senado. Massa está fondeándose para una candidatura presidencial sin fecha. La inflación no sólo le puede devaluar los aportes; también las expectativas.
Los tres pusieron en la mesa del Frente de Todos algún anzuelo ilusorio para recuperar tiempo y espacio. Cristina, ausente, meneó una proscripción que no existe. Alberto celebró un párrafo sobre unas primarias a las que no sabe si llega. Massa asistió cuando supo que iría Máximo. La ilusión que vendió fue su presencia, en una mesa en la que prefiere no estar.
Por eso la mesa no fue política, porque no revisó el rumbo del Gobierno. Ni electoral, porque sólo proyectó indefiniciones. Tuvo para el oficialismo, no obstante, el valor en lo inmediato de la unidad a la defensiva. Y nuevos relatos para embestir. El mero hecho de juntarse sin que corra sangre se ha convertido para el Frente de Todos en un dato significativo para su público interno. Eso explica que todavía sostenga una base electoral cercana a un tercio, que no tiene proporción con la situación real de una gestión desmadrada.
Lo de la supuesta proscripción de Cristina Kirchner merece al menos dos consideraciones. En la semana, un amigo del kirchnerismo, el dictador nicaragüense Daniel Ortega, proscribió a cientos de opositores quitándoles la ciudadanía. Forzándolos a elegir entre la tortura y el exilio.
Uno de los afectados, el ex vicepresidente sandinista y escritor Sergio Ramírez, respondió: “Mientras más Nicaragua me quitan, más Nicaragua tengo”. ¿Qué habría dicho un admirador confeso de los orígenes de la revolución sandinista, el argentino Julio Cortázar? Su Nicaragua, tan violentamente dulce, terminó haciendo lo mismo que escribió en un poema suyo: “Al hombre desterrado, no le hables de su casa. La verdadera patria, caro la está pagando”.
Ramírez está proscripto. Cristina Kirchner no. Es tan libre de ser candidata que sus seguidores, mientras denuncian la proscripción, dicen (sin temor al equívoco) que hay que pedirle que acepte una candidatura.
La segunda consideración es que la capacidad de falseamiento discursivo del kirchnerismo sigue en pleno despliegue. Cristina está condenada por corrupción, sin sentencia definitiva, pero en el Congreso Nacional son los jueces los amenazados con el banquillo. Ningún referente del oficialismo dice que la vicepresidenta es inocente. Dicen que está proscripta.
Con todo, la unidad en la desgracia del oficialismo, y los anzuelos de incertidumbre que acordó sembrar, surten efecto en el espacio de oposición. Para los votantes de Juntos por el Cambio una foto de unidad es insuficiente. Demandan definiciones que sus referentes no están en condiciones de ofrecer porque la multiplicidad de candidaturas potencia la lógica de diferenciación interna.
Hay, además, una incertidumbre en espejo a las que siembra el oficialismo: el rol que cumplirá Mauricio Macri. Su indefinición no es neutra. Paraliza algunos aspectos centrales de la construcción opositora. ¿Cuándo fue que dialogó por última vez con Gerardo Morales y Elisa Carrió, los presidentes de los restantes partidos de la coalición?
Sobre esa incertidumbre también cosecha el tumultuoso proyecto de Javier Milei. Hasta hace poco, algunos de sus planteos no le disgustaban al ala más ortodoxa de la coalición opositora. En realidad, (confiesan allí algunos de sus dirigentes) “a Juntos por el Cambio, Milei le dio vergüenza cuando empezó a vender riñones”.