Viajar a Chile por tierra es una odisea. Quienes lo veían como una escapada placentera, le tienen que adicionar 5 o 6 plomizas horas en el paso, con suerte, viendo cómo se derriten las vacaciones ante sus ojos. Quienes van en busca de una conexión terrestre o aérea, nadarán en las aguas de la imprevisibilidad y el terror.
El dilema es que ante la situación de la frontera atiborrada por los micros que van solo a traer y llevar mercadería, a las autoridades pareciera que les quedara una salomónica decisión: 1) abrir los controles y acelerar el movimiento (perjudicando a fuerza de contrabando a los comerciantes mendocinos) o 2) ponerse estricto con los controles, alargar la espera hasta límites impensados, y en el mediano plazo desalentar los tours de compra... Pero en el corto, que esta odisea se vuelva una pesadilla.
Hay una tercera vía, que es de esas que a los argentinos nos cuesta tanto: organizar las partes intervinientes, dialogar a fondo y pensar en infraestructura. ¿Un carril exclusivo para los tours de compras y otro para los turistas? ¿Modernizar nuestro paso con instancias más simples y diferenciadas según vehículo? ¿Política de estado en unificar con Chile controles y sumar gente y tecnología sin duplicar esfuerzos?
Los mendocinos y chilenos estamos destinados a vincularnos, y mucho (por cultura, actividad, ocio), a través de un paso geográficamente áspero que demanda mantenimiento, en el marco de vaivenes económicos que alteran los flujos de visitas. Este contexto impone dejar de pensar en parches e ir por soluciones sólidas que se sostengan en el futuro.