Todavía estamos esperando el ejemplar castigo a la casta política por los supuestos pecados que cometió y al parecer sigue cometiendo. En tanto, mientras ese momento llega la casta se entretiene con las más insólitas trapisondas que no se sabe muy bien si son públicas o privadas o las dos cosas a la vez, pero que semejan en un todo a los folletines melodramáticos televisivos, o a las viejas películas tragicómicas que transformaron la comedia hecha en Italia en un género universal. Esas con las cuales uno no sabe si reir o llorar o hacer las dos cosas a la vez.
Una cantidad considerable de opiniones políticas de las últimas semanas hacen referencia, para compararla con la realidad pública argentina, a una famosa y grandiosa comedia itálica de los años 60 llamada “La Armada Brancaleone”. Para quiénes no la vieron, en especial los más jóvenes, mi especial recomendación porque está llena, a la vez de comicidad y sabiduría. Pocas veces se reflejó tan bien la miseria (y excepcionalmente la grandeza) de la naturaleza humana.
En la época de las cruzadas, Brancaleone da Norcia, un pícaro muerto de hambre y menesteroso que se hace pasar por noble venido a menos, encuentra el plano de un tesoro y para ir a buscarlo se junta con un puñado de impresentables marginales de todo tipo con los que conforma una “Armada” que por supuesto fracasa con el tesoro, pero que en vez de rendirse deciden cambiar de meta: marchar a Tierra Santa para recuperar el santo sepulcro. Gente insignificante, todos medio chiflados, pero que se proponen objetivos desmesurados, aventuras extraordinarias. Brancaleone, a su modo, es un zaparrastroso aunque digno caballero medieval que no le teme a nada pero que se equivoca siempre. Ver a ese grupo de personajes imposibles tras la búsqueda de un tesoro o del santo grial es una fotografía de la naturaleza humana, escasa en medios, pero pletórica de ambiciones irrealizables.
Ver a Lourdes Arrieta visitar represores, luego disculparse leyendo el Nunca Más y luego gritarlo a Martin Menem... o a Lilia Lemoine decirle las cosas más inconcebibles a la mujer de José Luis Espert o mojarle la oreja a la vicepresidenta o agarrarse de los pelos con casi todas las mujeres de su bloque, son cuestiones comunes en la política oficialista actual. Todo escenificado en reuniones a puertas cerradas, que por torpeza propia, se hacen de inmediato abiertas, donde los integrantes de la armada Brancaleone mileista se gritan de todo entre todos. Apreciar el singular espectáculo nos trae reminiscencias de la película citada. En este caso un grupo de marginales que venían a reformar la política y terminan en el mismo lodo todos manoseados, como aquellos a los que venían a reformar, pero en forma aún más vulgar y menos disimulada. Tanto que el pobre presidente Milei (nuestro Brancaleone), en vez de ocuparse de cosas más importantes, debe poner la cara e intervenir para calmar a la tropa sublevada y echar (no demasiado “democráticamente”) a los más insumisos. A su vez, el noble caballero presidencial también tienen que recurrir urgentemente a la mediación del Santo Papa, en este caso Mauricio Macri, para que le otorgue algo de racionalidad a tal estado de cosas. “Yo te lo decía, Javier, con éstos no vas a ir a ningún lado”, le dice el Papa Mauricio al caballero Javier, y le pone a disposición su propia “Armada” que parece un poco más presentable. Aunque vaya uno a saber.
En estos meses pasó por las carteleras del cine local otra película italiana, ésta recién filmada, que tuvo una discreta recepción del público, pero que en Italia se convirtió en uno de los films más exitosos de la década. Se llama “Siempre habrá un mañana” y su historia transcurre en la Italia de posguerra donde una familia de clase media baja se las arregla malamente para sobrevivir en medio de la miseria reinante. El principio de la historia es por demás sorprendente: la pareja matrimonial de la familia se está despertando cuando la mujer saluda con un buen día al marido. Él, en cambio, le responde con un sonoro cachetazo en la mejilla. Sin razón alguna. De allí en adelante la historia transcurre con un esposo que porque viene de dos guerras se cree con derecho a golpear a su mujer en el momento y en el lugar que él desee. Su padre, un viejo inválido, le recomienda que no le pegue tan seguido, porque las mujeres aprenden mejor si se les da una pateadura colosal cada seis meses o un año y entonces no tenés que cachetearlas diariamente. Por lo narrado en el film, en aquellos tiempos era una costumbre social y cultural que el marido le pegara a la mujer, con el visto bueno, o al menos con la aquiescencia social. Hoy las costumbres han cambiado, pero algunos siguen practicando las viejas, como venimos observando en esta Argentina desquiciada donde los marginales y los golpeadores han tomado la conducción del país.
Y mientras que los sectores más patéticos tanto del oficialismo como de la oposición nos hacen acordar en sus prácticas a las películas de la tragicomedia a la italiana, la casta casta, la que siempre permanece, sigue imitando a las series televisivas norteamericanas de Dallas o Dinastía o a las telenovelas hispanoamericanas, al mejor estilo del yate de Insaurralde o de las mansiones de los sindicalistas. Riquezas inconmensurables de orígenes desconocidos aunque presumibles. La política como pasaporte seguro (y casi único) a la fortuna. Culebrones novelados donde la elite dominante sigue exhibiendo pornográficamente sus riquezas o aumentándose alevosamente sus sueldos (precisamente porque se consideran la nobleza y ellos no pueden vivir como el “montón”).
Mientras, las miradas principales se centran en ese Alberto Fernández que durante cuatro años nos gobernó (es un decir, un mal decir) por interpósita persona y que ahora para salvarse de ser condenado por golpeador prepara una defensa donde primero los machucones de su ex-señora se deben a excesos de maquillaje, y segundo, para los que no se crean lo primero, los imputa a excesos de alcoholismo. Él, mientras tanto, vivía su pasionaria vida de conquistador insaciable resarciendo con empleos en los organismos públicos a las bellas damiselas que le brindaban sus sonrisas. A la vez que se aseguraba la vida con los seguros del Estado porque, para cuando llegue la malaria, la jubilación de privilegio sola no alcanza. Tanto no alcanza que algunas hasta tienen dos.
Y ese patético estado de cosas de nuestra clase política se reproduce incansablemente a toda hora en la tevé. Y no sólo en los programas de entretenimiento, sino especialmente en los de información. Mientras la realidad cotidiana es subsumida, ocultada por tanto delirio, por tantos culebrones nacional y populares, por tantos marginales sueltos a la vera del poder.
Una Argentina que, de continuar así, seguirá siendo por siempre una misión imposible.
* El autor es sociólogo y político. clarosa@losandes.com.ar