La política de la bombilla

“Toma mate, debe ser buen tipo” dice un conocido chiste de Twitter. Mientras más se autoperciben o son percibidos los políticos como distantes respecto de quienes los votan, más sobreactúan costumbres populares. El mate -como la joggineta o la grosería- es la paupérrima respuesta de la clase política a la acusación de que es una casta.

La política  de la bombilla
Haciendo política tomando mate

Empezaré por reconocer que no me gusta el mate, y que no me ha gustado nunca. En casa sólo lo tomaba mi padre, acostumbrado a noches de guardia en el cuartel de bomberos y trasnochadas de estudio. Lo hacía por la mañana como desayuno y por la tarde, a la hora de la merienda. Nunca a deshora. Mi madre lo tomaba por acompañarlo. Mi abuelo, chofer de camiones y colectivos, tomaba mate sólo cuando alguien le cebaba, no por iniciativa propia. Se los preparaba su cuñado, un exgendarme, que muchas veces oficiaba como compañero de ruta. A mi abuela no le gustaba. Eugenio su padre, un manchego que nunca aceptó su destino americano, decía que era bebida de vagos.

No sé si he heredado un prejuicio familiar contra el mate. Reconozco su importancia y su valor como bebida social, como factor de reunión, de compañía y conversación. No entiendo muy bien esa especie de dependencia permanente, esa angustia oral que sufren algunos que no pueden prescindir del mate, estén dando un paseo, asistiendo a un recital, a una reunión de trabajo o escuchando clases. Intuyo que andar todo el día con el termo debajo del brazo es una costumbre relativamente reciente, que tiene que ver con nuestras identidades contemporáneas, subalternas, débiles por definición.

Más allá de prejuicios personales, la presencia del mate cambia de significación según el contexto. No miramos del mismo modo un mate en una reunión de amigos, en un fogón o un picnic, en la mesa de un estudiante solitario o de un profesional independiente, que en la mesa de entradas de una dependencia estatal o en el escritorio de un empleado o funcionario público. En los primeros casos se lo asocia al esparcimiento, a la distensión o al esfuerzo. En los otros, a la pérdida de tiempo y la ineficacia. No estoy diciendo que esto sea necesariamente así, estoy refiriéndome a las asociaciones más frecuentes.

Esta última interpretación debería ser tenida en cuenta por quienes han hecho del mate una presencia ritual, casi obligada, en las fotografías de funcionarios del gobierno nacional. Es parte imprescindible de la iconografía de los cargos ejecutivos de la administración Fernández. Presidente, canciller, ministros, gobernadores, intendentes. Todos se cuidan de ubicar un mate con su correspondiente termo (nacional o importado) sobre el escritorio o la mesa de reunión, en un lugar bien visible. Lo mismo de las puestas en escena a las que son tan afectos: reuniones con vecinos, con jóvenes o con trabajadores.

¿Qué sentido tiene este recurso simbólico del kirchnerismo tardío? Parece ser una reacción de respuesta ante el proceso de deslegitimación que está afectando a la clase política en general y que apunta principalmente al gobierno. Exhibir el mate -y los hábitos que le son propios- supone para ellos establecer un nexo de vinculación con las costumbres populares, del mismo modo que se ha vuelto común ver políticos en ropa deportiva o informal en actos oficiales, el destierro casi definitivo del traje y corbata, las expresiones coloquiales o incluso las vulgaridades en los debates y las entrevistas.

“Toma mate, debe ser buen tipo” dice un conocido chiste de Twitter. Mientras más se autoperciben o son percibidos los políticos como distantes respecto de quienes los votan, más sobreactúan costumbres populares. Una manifestación extrema es la reciente aparición de Juan Grabois en el estrado de un acto proselitista con mate en mano y el termo en el sobaco. El mate -como la joggineta o la grosería- es la paupérrima respuesta de la clase política a la acusación de que es una casta.

Nunca antes los políticos se parecieron más a la sociedad que dicen representar. Nunca antes estuvieron más enajenados de ella. Quizá sea cierto que el hábito hace al monje, y que para asumir una responsabilidad específica ante la sociedad sea necesario respetar un protocolo, hacer caso a las formas del poder, presentarse como tal y ser públicamente reconocido por los atributos que son propios.

Lo peor que puede hacer la política es disfrazarse de otra cosa.

El autor es Doctor en Filosofía Política.

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