La política del maltrato: una recorrida por el paisaje humano del gobierno

El “pacto de constitución” sellado por Cristina y Alberto no fue inspirado por un proyecto común, sino por la suma de intereses particulares de ambos.

La política del maltrato: una recorrida por el paisaje humano del gobierno
Este gobierno fracasa irremediablemente, puesto que en su propia constitución está el germen de su destrucción. De nuestra ruina, también.

Se dice que en las situaciones difíciles se conoce la verdadera condición de las personas. Esta crisis política ha mostrado de forma explícita y concentrada la calidad moral del elenco dirigente. Me refiero a un aspecto del Gobierno que usualmente queda en segundo plano: el modo en que se tratan unos a otros, cómo se relacionan entre sí en el plano personal.

Aristóteles juzga necesaria cierta amistad entre los ciudadanos. Por otro lado, hace muchos años, con ocasión de una fallida presentación de listas para una elección de concejal, un viejo y querido amigo sindicalista sentenció que había dos cosas que no se podía hacer con amigos: ni política ni negocios. ¿Quién tiene la razón? Los dos: la amistad plena es diferente a la amistad política. No es conveniente hacer política sobre la primera, pero es imprescindible que exista la segunda.

Desde el inicio mismo de la gestión los integrantes del gobierno del Frente de Todos estuvieron unidos por lazos más bien débiles. La demora en formar gabinete y equipos de gobierno se debió a una razón muy particular: nadie quería ceder posiciones en su conformación. Abundaron los vetos cruzados y las soluciones de compromiso. La estructura jerárquica quedó gravemente condicionada por un reparto horizontal, en la que cada superior quedaba sometido a la vigilancia de su subordinado, perteneciente a otra facción: la desconfianza mutua como sistema. Buscaron funcionarios “neutrales” en el entendido de que no responderían a nadie en particular. Eso no podía contribuir en absoluto a la designación de funcionarios competentes. Esta configuración conspiró contra toda línea política definida, contra toda eficacia.

Esta particularidad tiene una dimensión correlativa: como nunca antes (que yo recuerde) un gobierno ha maltratado tanto a sus propios miembros. Se prodiga en la manipulación, el abuso de poder, la deslealtad, la traición y la desconfianza. El paradigma de tal comportamiento son los continuos desprecios, humillaciones, burlas, descalificaciones y desautorizaciones de la vicepresidente hacia el presidente, hechos en público y para que todos vean quién manda; y el planteamiento pasivo-agresivo con que responde Alberto, al resistirse y evitar toda comunicación con la dueña del poder.

Voy a ejemplificar el punto a partir de la declinación de la iniciativa política del Gobierno: la derrota electoral de octubre. En esa ocasión se buscó apuntalarlo con dirigentes del Interior. El gobernador Manzur llegó a aportar resolución y ejecución, también movido por sus propias aspiraciones presidenciales. Para eso degradaron a Santiago Cafiero de jefe de gabinete a canciller y echaron por teléfono a Solá, que estaba llegando a México por un acto protocolar de representación diplomática. Manzur dejó el poder en Tucumán en una situación precaria y se hizo cargo. Ni un mes duró la promesa de gestión: lo limaron no bien llegó, licuaron su capital político.

Mientras tanto el ministro Guzmán engañaba con sus matemáticas a Alberto y a Cristina y a la vez pedía que echaran a Basualdo, el cristinista subsecretario de energía eléctrica, que se resistía al ajuste tarifario. La interrupción de la cadena de mando es la garantía para el desquicio. En abril, Daniel Scioli recibió el mismo trato que Manzur: lo hicieron renunciar a la embajada y hacerse cargo de producción, después de echar a Matías Kulfas. Scioli se apuró al ver que así entraba en la pelea por la presidencia de 2023. Lo neutralizaron completamente.

Después de la corrida de fines de junio, Guzmán trató de causarle el mayor daño a Cristina, al hacer coincidir sus tuits de renuncia con un esperado discurso de la vicepresidente. Desesperado, el Gobierno acudió a Massa, quien después de poner sus condiciones fue desestimado y se fue con cajas destempladas. Designaron a Silvina Batakis, una oscura funcionaria sin méritos ni equipo. Hubo rumores de todo tipo: discusiones, reproches cruzados, violencia verbal y física entre funcionarios.

En la última crisis, probablemente generada por el propio Massa, Batakis fue despedida inmediatamente después de entrevistarse con la directora del FMI. Tuvieron que irse varios funcionarios más. La ceremonia de asunción de Sergio Massa como ministro de economía fue un festival de micromaltratos entre los funcionarios presentes y ausentes, entrantes y salientes.

Usualmente, los funcionarios despedidos son compensados con algún cargo inferior bien remunerado o se van en silencio. Dice mucho de la baja autoestima que tienen, algo que es consistente con su capacidad profesional. Este mecanismo está destinado la preservación de las lealtades según una lógica corporativa, que asimismo determina el maltrato en público, las descalificaciones en vivo, las contradicciones y incomunicación mutua.

Subordinación, disciplinamiento, disponibilidad, baja calificación. Son las condiciones habituales de los funcionarios del Frente de Todos. Es claro que en la política, como ámbito de ejercicio y disputa por el poder, las relaciones no son sencillas ni armónicas, pero aún así es necesario un código de conducta de respeto básico mutuo. No parece ser el caso del actual gobierno.

La explicación no es (solamente) moral, sino política. Tiene que ver con la naturaleza del vínculo que los une. La amistad política supone un tercer término (lo mismo que en la vida de pareja, pero nos llevaría muy lejos), un objeto que es común a las partes: la comunidad, la ciudad. Eso ordena las relaciones mutuas, le da una lógica propia. El bien común excede los intereses particulares concurrentes, los subordina al objetivo compartido. Eso le da sentido y valor al vínculo político.

El “pacto de constitución” sellado por Cristina y Alberto no fue inspirado por un proyecto político, sino por la suma de intereses particulares: no había vínculo político sino acumulación de ambiciones particulares. Cristina podía resolver “desde arriba” sus problemas judiciales, Alberto coronaba su trayectoria a un nivel inimaginable para él. A esto se sumaba una serie de intereses corporativos concurrentes, beneficiarios del asalto al Estado: sindicatos, empresarios, organizaciones sociales, gobernadores, intendentes, administración pública. Nada hay que los una o subordine fuera de esto, como no sea la continuidad en la depredación.

Se formó así, para decirlo en términos de Laclau, una “cadena equivalencial” de demandas corporativas, articuladas por un significante vacío (¡nunca mejor aplicado!) denominado proyecto nacional y popular. Esos intereses particulares se mueven en un contexto de “vale todo”, en el que el otro es un enemigo en la puja por el botín del Estado. El elemento vinculante es la mera yuxtaposición de intereses, potencial o activamente conflictivos. El código de conducta en materia de relaciones mutuas es extremadamente laxo: está determinado por la funcionalidad de tales relaciones.

La ausencia de proyecto político tiene otra cara: no hay conducción. Séneca afirmaba que todos los vientos son contrarios para quien no sabe adónde va. Cristina domina y controla, pero no conduce. Se evidencia así la relatividad del apotegma del General: “los hombres son buenos, pero si se los controla son mejores”. El control es vano si no hay conducción. Los funcionarios son objeto de los bandazos caprichosos de quien debería conducir, su destino está atado a la facción que consigue imponerse en la puja por el poder.

Decía Platón que ninguna empresa común, por criminal o dañina que sea, puede llevarse a cabo si sus miembros se conducen de modo injusto entre sí. La injusticia produce odios, enemistades y luchas de unos contra otros. Este gobierno fracasa irremediablemente, puesto que en su propia constitución está el germen de su destrucción. De nuestra ruina, también.

*El autor es profesor de Filosofía Política.

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