El 18 de noviembre se cumplió el 69º aniversario de la que es, tal vez, una de las conferencias más célebres dictadas por el filósofo alemán Martin Heidegger: La pregunta por la técnica.
Ante un auditorio colmado en la Academia Bávara de Bellas Artes, el autor de Ser y Tiempo describió bajo el nombre de “técnica” el modo de ser esencial que caracteriza la existencia del hombre desde la Edad Moderna y hasta la actualidad.
Cierto es que antes de la modernidad hubo técnica en el sentido de acciones humanas orientadas a modificar algún aspecto de la realidad material: técnicas de caza, agrarias o de producción de diversos objetos.
Con todo, lo esencial de la técnica moderna es algo muy distinto para el filósofo alemán: es un modo de controlar y dominar absolutamente la naturaleza mediante cálculos lo más precisos y predecibles que sea posible.
Dicho de un modo más gráfico, un antiguo molino de agua y una moderna represa hidroeléctrica se parecen en que son fruto de una acción humana que busca aprovechar la fuerza de un río. Sin embargo, se diferencian en algo fundamental: en el primer caso el molino es puesto en el curso del río, mientras que en el segundo es el curso del río el que, para hacer funcionar las usinas, necesita ser forzado y modificado de acuerdo con ciertos criterios preconcebidos con absoluta precisión matemática.
Dicha mentalidad técnica moderna, por ser el modo esencial que caracteriza nuestro modo de ser desde hace cinco siglos al menos, se ha inmiscuido en cada dimensión de nuestra vida. En el fondo, somos cada vez menos tolerantes a la incertidumbre y, por ende, todas las facetas de nuestra existencia van siendo dominadas por un irrefrenable impulso hacia la obtención de la máxima precisión y el más ajustado control.
Por ejemplo, el uso de relojes inteligentes nos está permitiendo monitorear en cualquier instantey lugar nuestros signos vitales o nuestros patrones de sueño, entre otras cosas. Lo mismo vale para las tecnologías de la información con respecto a nuestro deseo por el conocimiento.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el mundial de Catar? Pues que parece ser esa misma sed de precisión, control y certeza la que ha llevado a que en el fútbol (como con anterioridad en otros deportes) se introduzca la asistencia tecnológica en las funciones arbitrales, como fue el VAR primero y como es ahora el denominado fuera de juego semiautomático.
¿Es qué hay algo malo en la pretensión de reducir o eliminar las posibles injusticias derivadas de un erróneo fallo arbitral?
En principio habría que decir que no, del mismo modo en que no hay nada de malo en pretender obtener energía a partir del río o información a través de herramientas de chequeo.
Sin embargo, el poder de dominio de la técnica moderna es tal que, en muchas ocasiones, su irrupción termina por desnaturalizar lo que toca.
La represa puede afectar tanto el curso de un río a punto tal de destruir el ecosistema que lo caracterizaba. Y si bien es bueno poder conocer con facilidad nuestro ritmo cardíaco o nuestra saturación de oxígeno al instante, no es para nada saludable vivir a cada minuto pendiente de esa información que la técnica moderna nos brinda con tanta precisión.
Hay que analizar con sumo cuidado hasta dónde es conveniente dejar correr este apetito de dominio y control que el poder de la técnica moderna parece a todas luces alimentar.
De igual modo, creo que la asistencia arbitral mediante el uso de la tecnología -si se absolutiza- puede arruinar la misma cosa que pretende salvar: la dinámica y justicia de un encuentro deportivo. En este sentido, darle una perspectiva adicional al árbitro mediante cámaras puede ser una buena medida para evitar que, por eventualidades que tengan que ver con su posición relativa o algún obstáculo, se haya visto privado de observar una jugada trascendente para la dinámica del juego. Pero pretender que, mediante las mismas cámaras y el uso de computadoras, simulaciones e imágenes congeladas, se pueda detectar al milímetro una posición adelantada o una infracción, sin tener en cuenta el contexto ni el espíritu de la regla que se pretende hacer cumplir, es el equivalente a que un individuo deje de comer por estar controlándose la presión cada 5 minutos.
Cuando una posición de adelanto muy milimétrica (como la sancionada en contra de Lautaro Martínez hace dos martes) no era cobrada en los tiempos previos al VAR, se solía generar un enfado importante sólo en personas sumamente fanatizadas; pero globalmente la acción se entendía como una eventualidad más del juego. Ahora bien, si por evitar esta “injusticia técnica” se abandona en una supermáquina la potestad de detectar y sancionar con absoluta precisión la ocurrencia de un offside mediante la aplicación totalmente literal de la regla, las consecuencias podrían ser más graves para la propia naturaleza del deporte. No sería descabellado pensar que, por evitar caer continuamente en tal infracción, los protagonistas se vean forzados a abandonar el recurso del pase en profundidad, lo cual significaría un grave empobrecimiento del juego.
En definitiva, como humanos somos los padres de la técnica y, como buenos padres deberíamos ponerle sus justos límites. Eso implica que sólo deberíamos usar de ella en tanto y en cuanto sea útil para conservar y mejorar la naturaleza de las cosas que nos importan. Pero nada bueno puede salir de un sometimiento de toda faceta humana a la racionalidad de la técnica. Sea bienvenida la tecnología, pero sin permitir que, por servir a sus postulados, anulemos el sentido común.
* El autor es Profesor de Filosofía. Universidad Adolfo Ibáñez (Chile).