No es novedad que el sorprendente ascenso de Milei hasta llegar a la presidencia ha sorprendido a todos. Su presencia genera incertidumbre, incomodidad, rechazo y esperanzas, todo al mismo tiempo. Por ahora, su gobierno deja más preguntas que respuestas, pero además obligar a repensar muchas de las categorías con las que acostumbrábamos a enfrentar la realidad nacional. Aunque, más allá de lo fulgurante del fenómeno, la duda es si todo lo que parece nuevo verdaderamente lo es, si estamos frente a un proceso profundo de regeneración, o si es más de lo mismo bajo el aspecto de novedad. Sobre todo, a la luz de algunos acontecimientos de las últimas semanas.
Que el gobierno no haya logrado todavía grandes triunfos no ha hecho mermar su apoyo, sobre todo en ese núcleo duro de fieles seguidores del presidente, que expresan únicamente certezas y convicciones. Aunque también crece un grupo de votantes que, sin haber perdido las esperanzas y conservando su aval, empieza a mostrar señales de desconfianza sobre el rumbo del gobierno. Sobre todo, se cuestiona sobre la posibilidad real de alcanzar en un tiempo cercano muchas de las metas anunciadas. Acusando recibo de esas dudas, podemos plantearnos otra cuestión, más de fondo. Por lo visto hasta ahora ¿es Milei el político capaz de realizar las transformaciones radicales que la Argentina necesita, o al menos las que el mismo equipo gobernante ha propuesto? ¿O será tal vez momento de empezar a pensar en rebajar las expectativas? Los más escépticos se plantean hoy si la “revolución libertaria” no se reduce a un conjunto de reformas más o menos radicales que, en el fondo, enmascaran engañosas continuidades.
Acá es donde conviene hacer foco en la persona de Milei y en su estilo político. Sabemos, desde su aparición en la vida pública, que su intención es la de ocupar el centro de la escena política, sin permitir que nadie le haga sombra. Salvo un par de inamovibles, quienes lo acompañan parecen sólo actores de reparto que entran y salen del escenario, piezas intercambiables según la voluntad del presidente, como la salida del jefe de gabinete Nicolás Posse acaba de mostrar. Esto, en sí mismo, no tiene por qué ser un problema. La política argentina es personalista, y nuestra arquitectura institucional misma revela el peso que tienen los ejecutivos. El problema es cuando la centralidad y sobreexposición presidencial, aunados a un estilo de conducción individualista y voluble, conllevan el riesgo de convertirse en un obstáculo para la ejecución de las políticas y la consecución de las metas, generando inestabilidad y perplejidad. O, lo que es peor, que oculten la ausencia de un verdadero programa.
Algunos de los últimos sucesos apuntan en la dirección indicada. Dejemos de lado, por un momento, que el presidente ha dedicado buena parte de su mandato a viajar por el mundo en giras que son discutiblemente oficiales. Tanto la participación de Milei en el evento convocado por el partido Vox en España, como la presentación de su libro en el Luna Park mostraron a Milei exultante ante el apoyo de sus seguidores, más representando el papel de una estrella de rock que el del presidente de una nación. Hasta se dio el lujo de cantar, con banda y todo. Él mismo aceptó haber armado el show del Luna Park porque “quería cantar”. Estas muestras de euforia y popularidad contrastaron con un deslucido “acto de Mayo” en Córdoba, pobre sucedáneo del Pacto de Mayo que anunció en marzo.
No nos parece mal y raro que un presidente actúe de esa manera. No todos lo hacen, pero es destacable que un presidente tenga ambiciones intelectuales que se expresen en la publicación de un libro, y que pueda presentarlo al público rodeado de sus seguidores. También es meritorio que el primer mandatario tenga relevante presencia en foros locales e internacionales. Incluso, puede resultar positivo para la política exterior de un país que su presidente sea reconocido internacionalmente como un líder, aunque otro sector de la opinión mundial lo repudie y aborrezca sus ideas. Estas son ocasiones en las que pueden regodearse de su popularidad. Sabemos por experiencia que el poder suele ser un gran aditivo para aumentar la vanidad y el narcisismo de quien lo posee; Menem, Néstor, Cristina y ahora Milei son buen ejemplo de ello. Por eso es que conviene en estos casos tener la cabeza fría, y no perder de vista las obligaciones y cargas propias de la primera magistratura. Y esto es otro de los puntos en los que algunos empiezan a tener dudas sobre Milei.
La centralidad de la figura presidencial en estos actos expresa, por un lado, una extraña y excesiva intrusión de la esfera privada del presidente en el terreno de su condición presidencial, que es propia de lo público. Parecería que Milei no tuviera problemas en esta suerte de desdoblamiento entre el presidente y el personaje popular; puede, cuando quiere, dejar de ser mandatario para ser un intelectual roquero o un panelista extravagante, y viceversa. Pero el inconveniente es que la presidencia es en gran medida un ejercicio a tiempo completo que, si no excluye, al menos posterga ineludiblemente lo privado. Más en tiempos de crisis como los que vivimos. A no ser que para Milei no haya una dualidad, sino que lo vea como expresiones inseparables de una misma personalidad. Distinto es el caso del suceso español. Era esperable que participara en ese foro y fuera recibido como un ídolo, ya que se ha identificado orgullosamente con la derecha. Más en un país con gobierno de izquierda, de donde han provenido muchos de los ataques verbales a su persona, que tiene derecho a contestar. Lo grave es que, luego de opinar sobre la situación judicial de la esposa del mandatario español, provocando la respuesta de Sánchez y su gobierno, haya hecho todo lo posible por escalar el conflicto en lugar de mitigarlo o darle término. Si bien el conflicto no va mucho más allá de una disputa personal y las relaciones entre ambos países no parecen tan afectadas, no es sensato empeorar todo con declaraciones más propias de un anónimo troll de redes sociales que de un presidente. De nuevo, lo privado invade lo público y la gran ausente es la prudencia.
Como muestran estos y otros casos, la personalidad de Milei y sus pasiones tienden a predominar sobre su rango presidencial y lo que se espera de él en esa condición. Son rasgos de una personalidad compleja y controvertida, de un acentuado individualismo, que además se condice con su ideología libertaria. Aquella que volvió a mostrarse sin filtros en estos días, cuando en su visita a los Estados Unidos declaró, muy suelto de cuerpo, que “la gente se va a morir de hambre y va a hacer algo para no morirse”, pero que él no necesita intervenir, porque “alguien lo va a resolver.”
Mientras tanto, la marcha del gobierno muestra señales de alarma. Por un lado, recién esta semana se alcanzó un acuerdo para dictamen de comisión sobre la Ley Bases en el Senado. El Pacto de Mayo quedó sepultado por las dificultades oficialistas en conseguir los acuerdos básicos para avanzar en la aprobación de la, hasta ahora, única ley elevada al Congreso. Devaluada respecto de su versión original, de más está decir. Por su lado, las metas económicas, salvo el equilibrio fiscal, se ven lejanas: la inflación desciende, pero no tan rápido como era esperado, se mantiene el cepo y la alta carga impositiva, y el contexto es el de una profunda recesión que empieza a mostrar su cara más dramática con el alarmante aumento de los despidos y suspensiones, tanto en el ámbito público como en el privado. Sobre este trasfondo resalta la falta de empatía y sensibilidad del gobierno, expresada tanto en las declaraciones de Milei arriba reseñadas que descargan en los individuos la toma de decisiones para evitar las peores consecuencias, como en cuestiones vinculadas en gran medida a la ausencia de gestión, como el escándalo de las toneladas de alimentos retenidos en tiempos de gran necesidad.
Es admisible cuestionarse, entonces, si Milei encabeza una verdadera revolución que saque al país del marasmo. En casi un semestre de gobierno poco se ha avanzado, salvo el desmantelamiento de algunas estructuras estatales y el fenomenal recorte del gasto público. Las consecuencias sociales están a la vista, y la recuperación económica parece postergarse. Tampoco se han alcanzado los éxitos políticos. No se puede negar que Milei acertó el diagnóstico y eso le conserva un gran apoyo. Gran parte de las medidas propuestas y adoptadas por este gobierno son lo que la gente esperaba, y en muchas encuestas la palabra esperanza sigue siendo la más importante. Pero ¿tiene Milei un verdadero plan de gobierno? Y más aún ¿son las recetas libertarias lo que el país necesita para volver a creer y crecer? Es discutible. No todo pasa por la economía, como el presidente postula. La crisis es más profunda, y la solución pasa seguramente por algo más que liberar a los individuos de la presión del Estado, aventando el fantasma del populismo y el socialismo. Una genuina regeneración requiere una acción colectiva con el bien común como meta. Lo económico es importante, incluso urgente, pero no lo es todo si verdaderamente se quiere levantar al país.
En este marco, las dudas y errores sugieren que el presidente no parece tener claro y diseñado un verdadero plan maestro para la recuperación nacional. Tampoco, por lo que antes dijimos, parece ser un buen modelo personal para seguir. En el cúmulo de casos comentados ha demostrado una clara preferencia por satisfacer sus gustos, pasiones e intereses personales, más que en trabajar por el bien común de los argentinos. Algunos todavía esperamos que el “¡viva la libertad carajo!” con el que cierra sus discursos como jefe de Estado algún día se transforme en un sonoro “¡viva la Patria!”, más propio de un presidente que de quien todavía se comporta como líder ideologizado de una fracción política. Las expectativas todavía son elevadas, pero el tiempo y la paciencia social en cualquier momento pueden comenzar a agotarse.
* El autor es profesor universitario de Historia de las Ideas Políticas.