La realidad nunca es nueva; siempre ha estado ahí. “É sempre vecchia”, aclaraba el pensador italiano Maurizio Ferraris, uno de los pocos que se atrevió a impugnar en estos años la moda circundante de la filosofía posmoderna.
Ferraris decía eso con sarcasmo. Para demostrar que no estaba inventando nada, sino que intentaba dejar atrás una larga estación en la que el pensamiento dominante fue contrario al imperio de la realidad.
Buscaba objetar la tendencia a sostener que no hay hechos sino interpretaciones; que la metodología científica es tan absurda como cualquier pretensión de objetividad. Y que la justicia no debe atenerse a ninguna verdad, sino a un ajuste social de la relación de fuerzas.
La realidad siempre es vieja, habrá pensado el presidente Alberto Fernández antes de encarar las cámaras de su reciente mensaje por cadena nacional. Si la gestión política se mide por la evolución del clima social, el presidente estaba cerrando el primer aniversario de su Gobierno.
Aunque el calendario indique otra cosa, la Presidencia Fernández comenzó el día en que comunicó el comienzo de una cuarentena estricta para enfrentar el desafío de la primera pandemia global.
A un año de aquel momento en el que buscó y obtuvo el apoyo opositor y la legitimación social para arroparse como el comandante en jefe de una guerra contra el enemigo invisible; a un año de sentir el abrigo de la opinión pública que lo empoderó con una imagen favorable inusual para la democracia argentina, Fernández saludó al país de nuevo, esta vez con el tono grisáceo del desconcierto y la capitulación.
Informó que el país ya ingresó en una nueva ola de contagios, rodeado por algunos vecinos en donde el virus cabalga otra vez con su azote: Brasil y Paraguay. Admitió que no quedan vacunas. No desplegó ninguna estrategia de respuesta. Sinceró la orfandad sanitaria de una gestión que todavía confía más en el aislamiento extremo que en los testeos de detección. Pero que teme al estallido de pauperización y rebeldía que implicaría una nueva orden de confinamiento.
Fernández expuso el rostro cansado de un Gobierno que decidió deslegitimarse adoptando dos caminos merecedores de reproche moral.
El primero: repartir vacunas según la identidad política de los ciudadanos. Creyendo haber descubierto de ese modo la piedra filosofal del nuevo asistencialismo. El más pícaro y global, el más performativo y severo de todos los asistencialismos. La innovación de época para el clásico método de dispensar favores por votos.
El segundo: disponer que la conducción política del Gobierno se mantenga distante de los crujidos y lamentos de la más grave crisis social en lo que va del siglo. Una conducción que se preserve e ignore esos padecimientos. Los de las víctimas, los de los deudos de los muertos, los de los desempleados y hambrientos. Y que los castigue desde la cima del poder con el látigo de una agenda pública impiadosa y ajena a esos dolores: la agenda judicial de la nomenclatura.
“Lo que quiere Cristina es que la absuelvan los jueces”. Así comenzó su periplo en el Gobierno de los argentinos el nuevo ministro de Justicia, Martín Soria. Con la elegancia ramplona de un patrocinante novato. Salvo aclaración en contrario, eso ha de ser lo que piensa Cristina Kirchner de la segunda ola: Soria por Losardo.
Alberto Weretilneck, exgobernador comprovinciano de Soria, advirtió que del nuevo ministro sólo cabe esperar los adverbios y modos de Sergio Berni. Lo más relevante no será ese ruido público, sino el hostigamiento que oculte. El cristinismo ha desplegado maniobras de largo alcance para someter al Poder Judicial más allá de la suerte procesal de Cristina.
Los agravios contra la Corte Suprema son constantes, con la sombra persistente de la comisión que integra el abogado Carlos Beraldi y la sugerencia de crear un tribunal paralelo que administre las objeciones de arbitrariedades supuestas y reserve a la Corte el decorado institucional.
El ataque contra el Ministerio Público Fiscal es a fondo. La destitución del procurador Eduardo Casal es un objetivo confeso del oficialismo, tanto como la aprobación por simple mayoría de su sucesor. La postulación de la abogada Marisa Herrera podría hundir del todo el pliego náufrago de Daniel Rafecas. La mesa judicial del Instituto Patria quiere que los fiscales díscolos sean expulsados de sus cargos. Cristina Kirchner quiere conducir la persecución penal.
Entre la reforma judicial que espera en Diputados; las maniobras para ampliar la composición política del Consejo de la Magistratura; el retiro ya operado de centenares de pliegos de jueces propuestos y la jubilación apresurada de otros tantos que están en funciones, el clima de presión para cualquier decisión de un magistrado es de una acechanza enorme.
En cierto modo -y acaso en todos- en el temple de esos jueces se está jugando el destino de la República.
Cristina Kirchner ya decidió ignorar la crisis social y sanitaria. Avanzar a marcha forzada en ese nuevo diseño institucional que fricciona a cada rato con la Constitución. El oficialismo se ha recluido en los límites de su bloque político. Apuesta todo a la fractura ajena.
Sin esa decisión, la reaparición de Mauricio Macri hubiese sido un reñidero de reproches interno.