El ascenso raudo de Javier Milei al poder, el vértigo de su aceleración final para ganar el gobierno, la velocidad de la transición para tomar desde hoy las riendas de la crisis, han centrado toda la atención pública en la capacidad de maniobra del nuevo presidente.
Se trata de un giro sutil de las expectativas: del primer economista que llega a la presidencia, una mayoría social parece dar por descontada la capacidad técnica para revertir el derrumbe de la vida material, pero esa misma mayoría contiene el aliento esperando que acierte con su construcción política.
Esa tensión contenida entre necesidades y expectativas, entre la promesa de liderazgo y su ejecución, es una consecuencia lógica del estilo político que eligió el nuevo presidente. Frontal y adversativo contra todo el sistema político. Le resultó eficiente para llegar al poder. Ahora, para guillotinar a la casta o degradarla a metabolito, Milei ocupa la cúspide del sistema político que impugnó.
Pero ese magnetismo tan propio de los que estrenan el poder no debería llamar a engaño al conjunto de la sociedad argentina. Es la sociedad -no sólo Javier Milei- la que está desafiada por la profundidad de la crisis. Es la sociedad la que tiene que acertar el rumbo para revertir el declive económico. Y es la sociedad la que debe encontrar la fórmula para darle a esa salida alguna viabilidad política.
Concentrar las expectativas -y por tanto las exigencias- sólo en la personalidad del que conduce ha sido una costumbre (más bien un rasgo de inmadurez) de la democracia restaurada hace 40 años. Dicho en los términos menos complacientes, a los que el periodismo está obligado: la sociedad es la principal responsable del fracaso de sus gobernantes. En consecuencia, es la sociedad la que está desafiada a asumir lo que votó esta vez: la combinación de un presidente votado con amplia legitimidad electoral y un sistema político con capacidad de veto potenciada por un alto grado de fragmentación.
Antes de que Milei asuma, el mapa del Congreso Nacional se terminó de delinear con la asunción de los nuevos legisladores nacionales, los gobernadores rediseñaron sus equipos para la etapa política que comienza, y también desde el Poder Judicial llegaron señales de adaptación a los tiempos por venir.
Los nuevos bloques que se conformaron en el Parlamento reflejan el estallido final de las coaliciones derrotadas por Milei.
El kirchnerismo se replegó en la disputa por la línea de sucesión. Pero desplegó su peso numérico en la discusión por las comisiones que evaluarán la letra chica de cada medida que el Ejecutivo proponga. Con la excepción del enclave cordobés, que busca liderar una opción más nítida, los peronismos provinciales hasta hace poco alineados con Cristina se reagruparon por bloques de afinidad para la preservación de sus territorios. Hubo bancadas que se reunificaron a la defensiva, como la del radicalismo. Otras como las del PRO sinceraron las divisiones que traían en incubación.
Deliberación, agregación, cooperación
Por encima de esos agrupamientos, hay un dilema que atraviesa a todo el Parlamento. Quedará en evidencia tan pronto Milei envíe su paquete de leyes inicial.
Por un lado, el kirchnerismo y sus aliados deberán ratificar si se mantienen en el planteo del “muro progresista”, un atrincheramiento genérico contra todo lo que proponga el nuevo gobierno. Porque lo calificó por anticipado como un extravío generalizado de la sociedad en una experiencia política de derecha, de la cual nada positivo, en ningún sentido, se puede esperar. Si una cantidad consistente de parlamentarios apuesta en el Congreso (y sus fuerzas de choque en la calle) a esa visión restrictiva y deforme de la democracia, que excluye de inicio cualquier colaboración con un gobierno legítimo sólo porque disiente con su posición ideológica, el peronismo se verá inmerso de nuevo en una apuesta a la ingobernabilidad cuyo tufillo destituyente se ha vuelto una marca en el orillo fácilmente detectable en las últimas cuatro décadas.
No menos inquietante será observar la respuesta del nuevo oficialismo. Por la gravedad de la crisis, de alguna manera también está en juego la condición deliberativa de la democracia. Porque quienes se están yendo al llano sostienen por ideología que no tienen ningún interés en generar una voluntad común con los que vienen. Y los que llegan también están obligados a trascender algunos discursos que hasta aquí traían. Por ejemplo, que la voluntad común es equivalente a la simple sumatoria de intereses individuales. Una suerte de democracia simplemente agregativa en la que los individuos concurren al sistema político con intereses preexistentes que no pueden (ni deben, en la versión más anárquica del ideario libertario) ser sujetos a la tarea cooperativa de modificarlos a través de la deliberación.
Hubo otros dos gestos concurrentes, que llegaron desde el Poder Judicial. Ricardo Lorenzetti, uno de los jueces de la Corte Suprema, se lanzó con un ataque interno al presidente del tribunal, Horacio Rosatti y recibió como respuesta una imagen de todo el resto. Unido y almorzando, en un clima distendido. Poco después, la Corte dio por terminado el pleito iniciado por Cristina Kirchner para falsear una mayoría propia en el Consejo de la Magistratura. Si desde el Congreso el mensaje enviado al nuevo poder fue la fragmentación, desde el Poder Judicial la señal fue de unidad.
Toda esta nueva articulación entre poderes y fracciones del sistema político se dará en el contexto de una puja discursiva sobre la herencia que recibe el gobierno actual. Milei prometió sincerar con pelos y señales el desastre que recibe. Alberto Fernández intentó en un último mensaje hacerle a su gobierno algún maquillaje fúnebre.
El país lo ignoró. Como si cumpliese con él, fatalmente, aquella sentencia que usaba el escritor Stefan Zweig para describir la evolución histórica: “Efímero es el momento en que la grandeza se entrega a los pusilánimes. La suerte no volverá a ellos por segunda vez”.