El día en que Nicolás Avellaneda cumplió cuatro años, su padre fue ultimado en Tucumán por órdenes de Juan Manuel de Rosas, ante quién se había revelado. Señalan algunos testigos que el verdugo realizó lentamente su trabajo procurando un dolor innecesario a la víctima que contaba entonces con veintisiete años y era el gobernador de la provincia.
La pavorosa escena se completó con su cabeza expuesta en la plaza principal de la ciudad norteña (hoy plaza Independencia) durante días, hasta que fue rescatada por Fortunata García. Tras permanecer oculta en un camposanto franciscano durante años, la ya calavera, fue devuelta a la familia del difunto. Terminó en el cementerio de la Recoleta, relativamente cerca del sepulcro de Rosas.
La fijación de los federales por estos trofeos macabros fue notable. El 9 de octubre de 1841, pocos días habían pasado de la brutalidad contra Avellaneda cuando Lavalle fue asesinado. Manuel Oribe escribió a Rosas exultante, confirmando la muerte del “salvaje asesino”.
También dirigió algunas palabras a Claudio Antonio Arredondo donde dio detalles: “Sus soldados —dice Oribe— pudieron arrebatar su cadáver y echarlo encima de una carga emprendiendo su fuga tirando a la Quebrada de Humahuaca, a muy corta distancia los persigue una de nuestras partidas con el interés de cortarle la cabeza. (…) la misma que espero por momentos”.
Mientras tanto, en harapos y famélicos, los soldados de Lavalle comenzaron una carrera para dejar a salvo los restos del general.
Cabe destacar que poco habían recorrido cuando la descomposición del cuerpo los obligó a detenerse y descarnarlo.
Le tocó hacerlo al coronel francés Alejandro Danel, quien años más tarde escribió: “Me acerqué al rancho de una familia Salas, hacia la derecha del camino, pedí salmuera y un cuero en el que, con los ojos llenos de lágrimas extendí el cadáver de mi amado general, ya en completa corrupción, y como Dios me ayudó, es decir del mejor modo que pude, hice aquella piadosa autopsia, sin otro instrumento de cirugía que mi humilde cuchillo —recordando sí, que era hijo de un médico notable, y que debí ser médico yo mismo, a haber nacido con mucho menos fuego en el alma—”.
Los soldados extrajeron cabellos de la ensangrentada barba del general, deseaban llevarlo siempre a su lado. Luego de que la cabeza fuese mojada en salmuera y envuelta, siguieron rumbo a La Paz. En Bolivia los recibieron con honores y pudieron sepultar al jefe, tirando abajo los deseos de Rosas.
Tiempo más tarde Dolores Correa, mendocina y esposa de Lavalle, llevó los restos de su marido a Chile. En 1861 —por iniciativa de Bartolomé Mitre— fue repatriado. El traslado quedó en manos de otro granadero, Gregorio Las Heras. Confeccionaron una urna especial para el general, realizada con bronce de los cañones españoles tomados en Chacabuco, batalla en la que destacó.
*La autora es historiadora