La dirigencia política argentina en el proceso de construcción del Estado nacional ha dado lugar a numerosos debates. Allí están las figuras de Urquiza, Mitre, Sarmiento y Avellaneda, los padres fundadores de las presidencias de la república federal. Esa saga suele aparecer como el anticipo de los nombres del poder del Ochenta al Centenario, es decir, del ciclo político que modeló las bases de la Argentina moderna, la del crecimiento agropexportador, la gran inmigración y el juego de negociaciones políticas anudadas en el partido autonomista nacional (PAN), y de su principal referente Julio Argentino Roca: el leal militar al servicio de la autoridad y el estado nacional que lideró las campañas militares del interior, triunfó en la batalla de Santa Rosa contra los mitristas cuyanos en 1874, encabezó la campaña militar contra las parcialidades indígenas de la Patagonia, y domesticó al gobernador de la principal provincia del país, Carlos Tejedor, que afianzó el imperio de la nación por sobre cualquier rebeldía provincial o territorial. El Roca convertido en presidente entre 1880 y 1886 que trazó un antes y un después en la creación del sistema educativo público nacional mediante la valorada ley 1420, luego extendido a las provincias por la ley Láinez y la prescriptiva del Consejo Nacional de Educación que contribuyó a la argentinización de hijos de inmigrantes y nativos, y redujo la tasa de analfabetismo a la mitad entre 1895 y 1914. El mismo Roca que impulsó, a despecho de la jerarquía eclesiástica y sectores católicos, la sanción de la ley de matrimonio y registro civil con el fin de secularizar la sociedad y la cultura. El Roca que volvió a encabezar la cúspide del poder ejecutivo nacional entre 1898 y 1904 en un mundo social, cultural y político ya transformado y vigorizado por la protesta y el accionar de las organizaciones anarquistas refractarias del Estado y los sectores patronales, y de las activistas o militantes que increpaban la autoridad del padre o del marido a través de las páginas La Voz de la Mujer. Un Roca que había conseguido “conservar las riendas del poder” en medio de la irrupción y accionar de la UCR, liderada todavía por Leandro Alem y Bernardo de Irigoyen, y del partido socialista fundado por Juan B. Justo, y que era secundado por un elenco de funcionarios afines al reformismo liberal que impregnó la atmosfera política y cultural en el cruce del siglo XIX al siglo XX. Entre ellos, el Dr. Joaquín V. González, el joven riojano socializado en ambientes sociales y universitarios porteños, autor del libro La Tradición nacional (1889) y convertido en ministro del interior desde donde promovió el frustrado Código de Trabajo y la reforma electoral mediante la cual Alfredo Palacios se convirtió en el primer socialista latinoamericano que obtuvo representación en el Congreso nacional.
Se trata, sin duda, de figuras emblemáticas y muy conocidas que suelen ser evocadas en monumentos, calles, escuelas o espacios públicos, y que más de una vez han dividido la opinión en el debate público e intelectual. Personajes espectables de una etapa de la vida pública nacional que se convierten en puntas del iceberg de las dirigencias nacionales y provinciales igualmente amalgamas en el credo liberal, y confiadas en el arte del buen gobierno y la administración como llave de acceso del programa civilizatorio o del “progreso”. ¿Quiénes y cuantos eran? ¿Cuáles eran sus perfiles sociales y profesionales? ¿Cuál era el piso y techo de cristal de las carreras de los políticos provinciales de aquel tiempo?
Un estudio reciente sobre distintas provincias pone de relieve las características de los “políticos prácticos” – como los llamó un gobernador mendocino- que vigorizaron las nervaduras de la política doméstica y nacional de aquel país federal. Por mucho tiempo se creyó que el poder que ejercían radicaba en que eran ricos o grandes propietarios de estancias, fincas, empresas, ingenios o bodegas cuyos tentáculos alcanzaban el mundo de las finanzas y las empresas de servicios de capitales extranjeros. Algunos los definieron con la voz “oligarquía”, una denominación de larguísima pervivencia en el vocabulario político y social, en cuanto se trataba de grupos minoritarios, unidos por lazos familiares y con influencias suficientes para retener o controlar cada rincón del edificio administrativo, judicial o político. Esa asociación directa entre riqueza y poder político ha sido matizada para más de una provincia argentina. En su lugar, estudios fundados en evidencias firmes, arrojan nuevas herramientas para conocer no sólo las fuentes materiales del poder sino también el progresivo peso del capital cultural o del mérito individual en las carreras políticas ensayadas en el territorio, en la administración, las legislaturas, la justicia, el congreso o en gabinetes provinciales o nacionales.
Un rasgo sobresaliente de los nuevos hallazgos pone sobre el tapete que el poder del gobernador era menos compacto al imaginado, sino que dependía de la cadena de intermediarios que cruzaba el territorio o los distritos urbanos y rurales. A su vez, la dinámica política en las provincias exhibía circuitos diferenciados y especializados entre el plano local, el provincial y el nacional. Los tres estaban dotados de mayor o menor movilidad, rotación o renovación de cuadros políticos que exhibían composiciones o negociaciones periódicas entre los de arriba y los de abajo, es decir, entre la “alta” y la “baja” política de la que dependía la maquinaria electoral en los comicios departamentales, provinciales o generales. Ese juego constituía la piedra de toque del régimen de notables en tanto podía potenciar el ingreso de personajes sin prosapia evidente, aunque surtidos de saberes, influencias y recursos para traccionar el voto popular en las urnas porque el sufragio no era obligatorio sino optativo. En cambio, los que operaban en la base del sistema político tenían pocas chances para ascender y conseguir alguna banca en la Legislatura (todavía sin dietas mediante); algo parecido ocurría con los diputados, ministros e incluso gobernadores que sólo excepcionalmente podían saltar a cargos nacionales. Los mejor integrados a los círculos del poder provincianos podían llegar a integrar el gabinete nacional. Entretanto, el Senado de la Nación constituía el principal resorte de continuidad política-institucional de los gobernadores con mandato cumplido porque en aquel tiempo ninguna constitución provincial, ni tampoco la nacional, habilitaba la reelección inmediata del gobernador o vice.
Hay un segundo rasgo común que merece ser tenido en cuenta de aquel lejano pasado político en el espectro de las provincias argentinas: se trata de la impugnación de esa forma de ejercicio de poder por parte de las mismas dirigencias escindidas del riñón de cada oficialismo-elector provincial: para ello usaron la voz “oligarquía” con el fin de poner en entredicho la regular exclusión de los candidatos de la oposición en los cargos electivos o en el armado del gobierno local. Ese vector sería crucial para traccionar reformas electorales que afloraron en varios sistemas políticos provinciales para garantizar la representación de la oposición en legislaturas y congresos como herramienta fundamental para dotar de legitimidad los cimientos del edificio republicano y representativo como resultado del ejercicio práctico del liberalismo político mucho antes de su declive en la cosmovisión de las dirigencias argentinas.
En suma, las pacientes pesquisas sobre las dirigencias provinciales constituyen estupendas ventanas para entender el montaje común y diverso de los regímenes liberales en las provincias en diálogo con su derrotero global, y lo que no es menor la manera en que los políticos prácticos vehiculizaron innovaciones legales e institucionales, convirtiéndolas en ámbitos de producción, y no sólo de recepción de iniciativas políticas instruidas desde la cúspide del poder nacional. Una historia social del poder y la política que exhibe con nitidez el desempeño del gobierno representativo y republicano en cada rincón del país y permite formular nuevas preguntas sobre el eclipse de su linaje clásico y su compleja relación con “una filosofía de resistencia al poder” que, según las fértiles enseñanzas del historiador Ezequiel Gallo, estructuró la dinámica política de las sociedades latinoamericanas desde la era de las independencias.
* La autora es Historiadora (INCIHUSA-CONICET. UNCuyo).