El mayor riesgo institucional que enfrenta el país es la decisión del Gobierno nacional de abandonar su obligación de conducir una transición ordenada hacia el 10 de diciembre para convertirla en una retirada caótica. Predomina una lógica enrevesada en la que se mezclan la desesperación por la aceleración inflacionaria y el interés de los principales responsables de la administración por echarse culpas mutuamente.
Sergio Massa invocó un principio de racionalidad elemental, casi en simultáneo con la difusión del índice de inflación mensual del 8,4 por ciento. El ministro de esa inflación dijo que al gobierno ya no le cabe un quilombo más. Usó esa palabra en su sentido figurado. Como lío, barullo o gresca. No en su acepción más sustantiva, de origen prostibulario.
En efecto, con una inflación disparada hacia una híper, a cualquier gobierno no le cabe ningún desorden adicional. Pero Massa cree que puede colar uno más, sin provocar problemas: presiona al oficialismo con su propia candidatura. Habiendo fracasado en el control de la inflación, se niega a asumir el rol de ministro de una transición de salida. Como el gobierno no tiene con quién relevarlo, negarle la candidatura sería el preludio de un desastre peor. La extorsión de Massa empeora la economía: el FMI desconfía del uso electoral de los dólares que el ministro le pide. Esa vacilación agrava la restricción externa y acrecienta las expectativas de inflación.
Más conflictos
Alberto Fernández, cuya única aspiración política es calificar para el olvido, actuó con lógica al señalar esa contradicción de Massa. Fernández se puso como ejemplo del político sensato. Dijo que, si seguía anotado como candidato, quedaba inhabilitado para gestionar la crisis; pelear contra la inflación. Pero como Fernández tampoco se asume responsable de una transición, decidió aportarle a la crisis un conflicto más: apareció en cadena nacional para hostigar a la Corte Suprema de Justicia.
Fernández se enojó esta vez con los jueces de la Corte Suprema porque cumplieron con su obligación funcional. Dos gobernadores peronistas -Sergio Uñac y Juan Manzur- se tiraron un lance inconstitucional para perpetuarse en sus provincias. Ambos conocían de sobra el riesgo de esa especulación. Si faltaba confirmación, la aportó un par de la cofradía: José Luis Gioja, ahora disidente en San Juan. Ocurrió lo inevitable: la Corte Suprema impidió la maniobra.
Alberto Fernández se quejó de una intromisión política de la Corte. Fue exactamente lo que hicieron los jueces del máximo tribunal. Porque es su deber. El control de constitucionalidad es una función política que les reserva la Carta Magna, delimitando y haciendo operativos derechos y garantías y las relaciones entre poderes del sistema republicano federal. Incluso juristas como Roberto Gargarella, defensores del “argumento democrático” frente a la “objeción contramayoritaria” en la discusión sobre las funciones de la Corte, avalaron los últimos fallos del tribunal. Lo mismo pasó en 2013 con Gerardo Zamora, en Santiago del Estero; y Alberto Weretilnek en Río Negro, en 2019. Ambos buscaban una tercera reelección desautorizada por las respectivas constituciones provinciales.
La lógica de Cristina Kirchner coincidió con la del profesor Fernández. Se lanzó contra la Corte; la crisis admite un quilombo más. Sus motivos parecieran ser otros. A la vice la desdijeron Uñac y Manzur desde que pusieron en marcha los mecanismos supletorios que tenían previstos antes de macanear con la Constitución. Pero a Cristina Kirchner le incomoda la función jurisdiccional de la Corte Suprema, como tribunal de última instancia para la resolución de casos relevantes. En especial, los propios. Ese es la única razón del juicio político sin destino que sigue impulsando en el Congreso. La única transición política que le interesa es la que media entre condena y libertad provisional.
Destrabes y amarres
La lógica de los caudillos provinciales del peronismo se divorció el año pasado de los destinos del gobierno kirchnerista. Durante el segundo semestre de 2022 diseñaron complejas ingenierías para la disociación. El desdoblamiento del calendario electoral es acaso el mecanismo más visible, pero el menú incluyó mecanismos de fragmentación como el regreso a la ley de lemas; acoples, amarres y colectoras; postulaciones bifrontes; aceleración del nepotismo y otras lindezas que sólo en los casos más groseros llegaron a consideración de la Corte Suprema de la Nación.
Frente a la crisis, esa lógica de repliegue puede parecer más atinada que la del conflicto interminable que protagonizan Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa. Al primero no le alcanzó para ser candidato, pero pretende -por ese mismo motivo- ser elector. La segunda podría ser candidata, pero intenta imponer condiciones con el dudoso mérito de una deserción. El tercero es el candidato que se bloquea a sí mismo como ministro de la transición.
La lógica de los barones feudales tampoco es completa. En todos los casos, el financista de última instancia que los respalda en sus caminos de perpetuación, es el derrumbe fiscal del Estado nacional. El cuarto gobierno K está terminando con una inflación igual a los del día del corralito. A diferencia de entonces, las provincias están solventes, sin necesidad de artilugios como las cuasi monedas (tan olvidados cuanto pedagógicos para los que hoy postulan eliminar el peso y decretar la dolarización)
Si Massa se decidiese a ser ministro, bien podría indagar a los mismos gobernadores que halaga para ser candidato: ¿dónde están los depósitos acumulados de las provincias? ¿Hay realmente 3.000 millones de dólares atesorados por los caudillos que mientras tanto pagan sus deudas demandando divisas de las reservas del Banco Central?