Las noches de verano tienen algo espléndido. Atardece a mi alrededor y el calor que nos ha achicharrado todo el día comienza a ascender hacia la estratosfera. Hay una promesa de frescor en la brillante Luna que se asoma allá arriba. Cómo se regocija el cuerpo con los placeres simples: beber cuando hay sed, sentarte cuando estás cansado, aliviarte en la sombra del tormento del sol. La felicidad es sencilla y desnuda, es una casi nada que lo es todo, lo sé bien, incluso lo he escrito, y sin embargo se me olvida enseguida con el ruido y la agitación de la vida cotidiana. Pero hay algo en las noches de verano, algo liviano y quieto y transparente, que te ayuda a detener ese tumulto y a centrarte en lo esencial, en el aquí y el ahora, en vivir hasta el fondo este presente que es lo único que existe. No hay nada más en el mundo que este cielo que oscurece más y más, la brisa que seca mi sudor, la progresiva dulzura que va inundando el aire, la alegría animal de sentirme razonablemente sana, razonablemente segura de que hoy no voy a morir.
No sé qué tienen las noches de verano que fomentan los momentos oceánicos, esos instantes en los que te atraviesa, como un rayo, la conciencia de estar vivo. Creo que podría hacer un recuento de mi existencia saltando de noche en noche, empezando por aquellas salidas nocturnas de la primera infancia, cuando en plena canícula huíamos después de cenar de aquel último piso en que vivíamos, recalentado hasta la asfixia, y nos bajábamos al chiringuito de enfrente a tomar un helado y respirar, a dejarnos acariciar por un rizo de brisa: y qué emocionante era poder estar a las once de la noche despierta y en la calle. O tiempo después, a mis veintitantos años, tumbada boca arriba sobre la tierra junto con tres amigas viendo caer perseidas, esas pizcas de luz con tanta prisa. O aquella noche de agosto inolvidable en la que Pablo y yo bajamos del monte con nuestros perros a la única luz de la Luna, tan llena y tan brillante que el sendero se veía sin dificultad, negro el bosque rumoroso que nos rodeaba y plateados el cielo y el camino.
Son recuerdos tan intensos que poseen el poder evocador de la magdalena proustiana; fosfatinan el tiempo y te transportan allí, a tu propia niñez, a tus piernas que se balancean desde el asiento sin alcanzar el suelo, a tus padres tan vivos y tan jóvenes, mucho más jóvenes de lo que hoy soy. O a Pablo en lo mejor de su edad, a nuestros cuerpos fuertes y capaces de bajarse un monte en plena noche, al olor a jara y a pino. Ahora comprendo que la magia de todos aquellos momentos residía en su plenitud: eran instantes en los que tenías la certidumbre de no necesitar absolutamente nada más. El más rico no es el que más tiene, sino el que sabe que no le falta nada.
¿Hace cuánto tiempo que no te tumbas boca arriba en el suelo bajo un cielo nocturno de verano? Mi última vez fue hace muchos años, me he dado cuenta escribiendo este artículo. Y, sin embargo, creo que se trata de un gesto que probablemente hayamos hecho, al menos en alguna ocasión, todos los seres humanos. Tumbarte de espaldas sobre la hierba, mirar el cielo negro salpicado de estrellas, concentrarte en la inmensidad de esa bóveda celeste, en el peso del aire sobre ti, en el rotar del planeta bajo tus omóplatos. Y al cabo de unos minutos de permanecer así, espatarrado y pegado como una mosca a la corteza terrestre, te acometía un vértigo maravilloso y sentías que empezabas a caer hacia el espacio, hacia la Luna y las estrellas y aún más allá, a la negrura original y el principio de todo. En las noches de verano se vuela.
“Quien quiera estar contento que lo esté, del mañana no hay certeza”, dijo Lorenzo de Médici, señor de Florencia y poeta renacentista. Una verdad que nos ha corroborado cruelmente la pandemia. Creo que yo voy a volver a tumbarme una de estas noches de agosto sobre la hierba. Necesitamos recuperar la serenidad y la alegría, y para ello hay que agarrar la dicha aquí y ahora a manos llenas. Este es mi último artículo antes de vacaciones; volveremos a vernos en septiembre. Os deseo noches estivales espléndidas, cielos estrellados, aire embalsamado y que voléis. —eps