El sistema federal argentino exhibe tensiones de diferente tenor reactualizando la discusión sobre el desempeño práctico de las complejas relaciones entre nación y provincias desde la reinstalación de la democracia. En un libro reciente que vale la pena leer, como en la conferencia que pronunció en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cuyo, Natalio Botana hizo hincapié en las variantes históricas y contemporáneas del régimen federal concluyendo que se trata de un “federalismo maltrecho” en cuanto patentiza la desigual representación de las provincias en el Congreso, profundiza los desequilibrios regionales en materia de ingresos y entroniza el decisionismo presidencial en factótum primordial del malogrado desempeño de nuestra democracia republicana. Tales resultados lo condujeron a postular la urgencia de promover un nuevo pacto federal, pendiente desde la reforma constitucional de 1994, con el fin de recomponer el equilibrio entre las partes, es decir, entre “el gigante de dos cabezas”, la provincia de Buenos Aires y su conurbano, y el resto del país.
En esa lectura Botana no está solo: la desigualdad social, económica, fiscal y legislativa ha ganado terreno entre historiadores y cientistas sociales con el ánimo de crear opinión favorable a favor de reformas político-institucionales y fiscales. Algunos promueven la división de la provincia de Buenos Aires sin desconocer las enormes dificultades que dicha ingeniería política e institucional obtendría en función no sólo de los criterios, sino de las múltiples implicancias que en materia de servicios públicos y jurisdicciones deberían ser trastocadas. Ubicado el debate en el plano teórico o conjetural pero carente aún, como destaca Gervasoni, de “entrepeneurs territoriales” con voluntad y poder político suficiente para gestionarlo, el diagnóstico no resulta ajeno a un cuadro de situación derivado del desempeño federal y electoral de la era democrática que develó, entre otras cosas, el impacto de las políticas de descentralización administrativa de los años noventa que transformó la cadena de intermediación política-territorial y afectó el papel de los gobernadores en beneficio de los intendentes, la desnacionalización del sistema de partidos que sucedió a la crisis del 2001 y la eclosión de identidades provinciales en las formas de entendimiento y confrontación entre provincias y entre provincias y nación.
Allí la clásica distinción entre centro y periferia no parece mostrar una sola dirección, sino que exhibe relaciones más complejas, aun aceptando el grado de dependencia de cada retazo provincial a condicionantes fiscales de ningún modo nuevos que exhiben la limitada autonomía o capacidad de recaudación de los gobiernos provinciales, agravada por el impacto de la crisis sanitaria.
Aun así, el desempeño práctico del régimen federal pone de relieve la capacidad de acción o intervención de las dirigencias provinciales en el curso de un ciclo político inédito caracterizado por la regularidad de las elecciones y el ciclo de reformas constitucionales que precedió y sucedió a la reforma de la constitución nacional de 1994. No está de más recordar que hasta 1983 la totalidad de las constituciones provinciales impedían la reelección del gobernador, lo que prefiguraba la fisonomía de sus carreras políticas y condicionaba el margen de maniobra con el gobierno nacional. Veinte años después el panorama se modificó cuando la mayoría de las provincias, con la excepción de Santa Fe y Mendoza, instituyeron la reelección indefinida o limitada de los gobernadores quienes suelen ser los que ejercen las jefaturas de los partidos provinciales habilitándolos a controlar el territorio mediante una extendida y estable red de liderazgos locales, intervenir en las listas de candidatos a ocupar escaños en el Congreso y reclamar o gestionar por la vía formal e informal recursos coparticipables o discrecionales con mayor o menor éxito, según el grado de proximidad con el gobierno nacional y la cultura institucional en la que cada gestión gubernamental se haya inscripta.
En ocasiones tales dinámicas han sido objeto de polémicas y análisis poco optimistas sobre el papel del federalismo en la promoción de procesos de democratización y ciudadanización. No obstante, la fisonomía y funcionamiento de los subsistemas políticos provinciales exhiben piezas del mosaico común y distinto a la vez que tracciona el vínculo entre nación y provincias erigiendo a la política como principal arena de resolución de negociación o confrontación entre las partes. En cualquiera de los casos, la dualidad institucional que vitaliza el régimen federal instituye a los gobiernos y dirigencias provinciales en artífices y no meros espectadores del juego de poder asimétrico y selectivo que arbitra o regula las relaciones con el gobierno general que declinó la intervención federal para domesticar poderes locales díscolos o faccionalizados.
En rigor, el carácter práctico del federalismo contemporáneo en su doble talante centralizador y descentralizador tiene una larga prosapia que incita a trazar contrapuntos con sus estadios previos y apreciar algunas de sus composiciones. Erigido en 1853 en artefacto de unidad que facilitó la cohesión e integración de los fragmentos o “átomos” (la expresión utilizada por Urquiza en su primer discurso presidencial), y sobre la base de la convulsa nacionalización de recursos de exportación en 1860, el federalismo activó procesos de modernización institucional, económica, social y cultural inéditos en relación con el pasado reciente en la mayoría de las provincias por lo que no resultó sorprendente que sus dirigencias o elites celebraran la federalización de la ciudad de Buenos Aires como anticipo palpable del “festín de la civilización”, del que hablara Sarmiento.
Un proceso de transformación que, como se sabe, no atemperó sino profundizó la desigualdad entre provincias ricas y pobres pero que, a diferencia de las voces críticas que se alzaron entre el Ochenta y el Centenario contra el perfil institucional del régimen político, no puso en tela de juicio los beneficios del sistema federal como piedra de toque del entretejido de intercambios y solidaridades que aceitaba incentivos de naturaleza variada con el fin de recomponer viejas y nuevas divergencias regionales. En su lugar, el contraste exhibido en la nueva argamasa resultante del país federal, esto es, entre Buenos Aires, el Litoral y el interior haría pie en la esfera literaria o de los intelectuales (oriundos de las provincias y socializados en círculos porteños) con escasa o nula incidencia en el plano político.
Sería la crisis de 1930 la que instalaría un nuevo escenario para el gobierno nacional y los gobiernos provinciales urgidos por recomponer las finanzas carcomidas por la caída de la recaudación de impuestos procedentes del comercio exterior, y la disminución del consumo de donde provenía buena parte de los recursos fiscales de las provincias. Resultaba imperioso adaptar la estructura fiscal a la nueva estructura económica de base industrial más amplia y las necesidades de financiamiento de un Estado nacional cuyo tamaño también había aumentado considerablemente desde la “era del progreso”. La unificación de impuestos internos y el impuesto a los réditos constituyeron la carta que jugó el gobierno de la Concordancia en 1934 para establecer un nuevo esquema de reparto que se convirtió, como subrayó Porto, en los años setenta en un sistema único de distribución. La nueva ingeniería si bien recogía debates y proyectos previos delimitó las negociaciones en etapas diferenciadas con el propósito de remplazar el sistema basado en la recaudación por un sistema basado en la población o sistema de coparticipación proporcional-devolutivo. A la reunión con los ministros de hacienda provinciales (de la que estuvo ausente solo San Juan), que consensuó la base de distribución y las reglas o mecanismos sobre la que se realizaría, le siguió el debate del proyecto de ley en el Congreso que puso de relieve controversias y acuerdos entre provincias productoras y consumidoras, y el traspaso de las deudas provinciales a la nación. Como resultado del nuevo sistema fiscal, entre 1937 y 1941, todas las provincias obtuvieron mayores ingresos y se beneficiaron del reparto de impuestos que no se habían coparticipado hasta la víspera a costa de perder autonomía y disciplina fiscal. De manera paralela, los elencos políticos provinciales lograron la sanción de leyes que regularon productos regionales y crearon juntas reguladoras para conjurar la crisis de sobreproducción que se profundizaron con el derrumbe del consumo que había provocado la depresión.
Este rápido repaso sobre el desempeño práctico del federalismo en los siglos XIX y XX puede representar experiencias demasiado lejanas para extraer conclusiones sobre el funcionamiento del federalismo de hoy. Sin embargo, ambos momentos arrojan evidencias esclarecedoras sobre el papel de las provincias y de sus dirigencias en el diseño y resultados del sistema federal. Mas que comparsas o actores de reparto de un proceso general en el que intervienen poco o nada, las provincias se erigieron en piezas de un craquelado mosaico de poder que resalta el papel del federalismo como plataforma para gestionar contrastes inter e intraprovinciales aquilatados en estructuras socio-productivas, políticas y fiscales de corta o larga duración. Pensado de este modo, el debate sobre el trayecto del régimen federal no debería olvidar el carácter transaccional clásico con el fin de concertar consensos con capacidad suficiente para revisar y corregir no sólo los acuerdos del pasado, sino para diseñar estructuras más flexibles y transparentes que faciliten o promuevan procesos de desarrollo social, económico, político y cultural en el entero país.
Autora: Beatriz Bragoni (historiadora del CONICET y la UNCuyo)