Las elecciones de gobernador en la vecina provincia de San Juan dieron como resultado la derrota del peronismo después de veinte años ininterrumpidos de gobierno. Veinte años que coinciden con el predominio y el giro introducido por las presidencias de Néstor y Cristina Kirchner a la tradición política fundada por Perón. La derrota provino de la división del partido oficial entre su principal referente y sus sucesores díscolos, que se vieron obligados a modificar las condiciones de la competencia electoral ante el fallo de la Corte Suprema que preservó los preceptos republicanos fungidos en la constitución nacional. Aun así, el voto popular en los comicios legislativos y municipales dotó al oficialismo de mayoría suficiente para condicionar al gobernador electo sin modificar el impacto de su rotundo triunfo en el calendario electoral que habrá de culminar en octubre cuando la ciudadanía resuelva la incógnita de la disputa por la sucesión presidencial. Poco antes, San Luis también introdujo una variante a los oficialismos perpetuos instalados desde la recuperación democrática. Allí la coalición electoral que se alzó con la victoria hizo uso de rivalidades familiares y amalgamó alianzas elásticas entre dirigentes y partidos que, desde la crisis de 2001, vienen litigando la fragmentación de las principales fuerzas políticas nacionales y la vacancia de liderazgos compactos que permitan disciplinar la enredada madeja de dirigentes territoriales que traccionan o negocian sus posiciones y clientelas electorales en el armado político en sus distritos y más allá de sus fronteras.
Ambas novedades han despertado interés público e instalado un nuevo escenario en las provincias cuyanas al delineado por los comicios de 2019 y 2021 cuando el mapa electoral hizo patente la geografía del voto dividida entre la franja de las provincias “productivas” y las provincias “rentistas”. Una clasificación eficaz que los politólogos han formalizado como instrumento propicio para analizar las características del federalismo político y fiscal de la Argentina contemporánea a los efectos de establecer relaciones entre el desempeño económico provincial (como en su interior) y el esquema institucional de poder local dirimido entre sistemas autoritarios o democráticos. En torno a ello, Carlos Gervasoni ha planteado que las primeras concentran mayor población, combinan fondos coparticipables con recursos fiscales propios como resultado de la actividad económica a instancias de la inversión privada e incentivos gubernamentales, exhiben alternancia electoral en sus distritos y están sub-representadas en el Congreso nacional. En cambio, las provincias rentistas (las mal llamadas “feudos” o conducidas por “caudillos” que rememoran a los retratados por Sarmiento en su famoso Facundo), exhiben menor peso demográfico y se financian primordialmente en base a la transferencia discrecional de recursos fiscales por el gobierno federal de turno. Para ello usan a su favor la sobre representación distrital en el congreso que, por ley de la dictadura de 1983, como documenta Reynoso (Posdata 2012), les permite componer alianzas estables con el Poder Ejecutivo Nacional, en cualquiera de sus variantes, violentando la constitución nacional en lo que hace a la coparticipación federal y a la cantidad de diputados asignados a cada provincia. Se trata de un problema crucial en cuanto la alianza de provincias pequeñas unida al enorme poder presidencial, opera en contra de una adecuada y justa distribución de recursos en las provincias que concentran mayor población y actividad económica. Al respecto, más de una vez se ha señalado la inoperancia del Congreso para cumplir con el mandato de la Constitución reformada en 1994 que estableció sancionar un “nuevo régimen de coparticipación con criterios objetivos de reparto”, y actualizar la base de cálculo y de la cantidad de diputados por provincia según los datos censales, tal como fue prescripto por los convencionales constituyentes en el artículo 45.
Los efectos distorsivos de esa evidente demora en el edificio federal y republicano de las provincias y en la nación también están a la vista. La nueva reelección del gobernador de Formosa, Gildo Insfrán, lo exhibe con crudeza en tanto encabeza la cúspide del poder político local de manera ininterrumpida desde 1995 luego de haber sido vicegobernador y diputado electo en 1983. Una biografía política que pone de relieve el pasaje sin contratiempos entre la última dictadura militar, la transición democrática, la era menemista, el gobierno de la Alianza y su vuelco compacto y sin fisuras con los gobiernos encabezados por Néstor y Cristina Kirchner, el de Macri y el actual. Los efectos de esa continuidad personal e institucional también se hacen patentes en otros planos: por un lado, en los fondos que recibe de la nación en materia de coparticipación y ATN los cuales representan más del 90% de los fondos totales, y que la ubica entre las provincias de poca población (606.000 habitantes lo que representa el 1,31% del total del país) que mayor proporción obtiene por habitante. Según cálculos del IARAF de noviembre de 2022 recibió $ 322.936 por habitante, algo menor al percibido por Tierra del Fuego y La Pampa, superior al de San Luis ($235.163) y San Juan ($228.591) y muy lejos de Mendoza ($111.807). Por otro, Insfrán expresa una cultura política e institucional poco o nada afecta a valores democráticos como quedó atestiguado en las restricciones de derechos individuales durante la pandemia y la represión a comunidades indígenas.
En el otro extremo del país federal, la provincia de Buenos Aires y su conurbano también expone las deudas pendientes del federalismo político y fiscal. Ese “gigante de dos cabezas”, como lo define Natalio Botana, concentra algo más del 25% de la población total del país y habita menos del 10% del territorio nacional. El tema se agrava porque es la provincia más rica en producción agropecuaria, industrial y servicios, aunque al mismo tiempo, es la que concentra mayor número de pobres e indigentes. A su vez, y a pesar de su enorme gravitación electoral, la capacidad de maniobra de sus gobernadores y del estado provincial suele quedar sujeta al poder presidencial limitando la capacidad de negociación. Se trata de un fenómeno que no es novedoso, sino que recorre buena parte de su historia. En el siglo XIX, la dirigencia de la principal provincia del país fue derrotada dos veces: en 1859/60 cuando el gobierno de la confederación liderada por Urquiza la obligó a ceder al Estado federal los recursos de la Aduana o comercio exterior; y en 1880 cuando la firme decisión del presidente Avellaneda de federalizar la “Atenas del Plata” dio lugar al alzamiento en armas del gobernador Carlos Tejedor quien fue vencido por las fuerzas nacionales dirigidas por Julio A. Roca. En el siglo XX, la relación de la provincia más próspera del país con el gobierno nacional también fue conflictiva: en 1917 fue intervenida por el presidente Yrigoyen convertido ya en único interprete de la “soberanía democrática o de los pueblos” y del federalismo; en 1937 volvió a ser intervenida ahora por el gobierno de la Concordancia. Tampoco el presidente Perón fue aliado incondicional del gobernador Mercante, y conflictos semejantes se sucedieron entre Menem y Duhalde, Néstor con Felipe Sola, Cristina con Scioli y Alberto con Axel. Pero el grado de proximidad o de conflicto entre el estado bonaerense con el gobierno nacional no constituye el único factor de la discordia: hay un nudo gordiano que lo imanta sin denuedo desde 1988 cuando la provincia de Buenos Aires cedió 6 puntos porcentuales de coparticipación (de 27,5% a 21,5% del total correspondiente a las provincias) en la negociación encabezada por el presidente Alfonsín y secundada por gobernadores de provincias chicas o medianas que se beneficiaron del reparto. Ese cambio la erige en la provincia argentina menos favorecida de fondos coparticipables al recibir $72.000 por cada habitante pobre o rico de las 17.569.053 personas que la habitan.
La conclusión del proceso electoral en marcha probablemente delineará un nuevo mapa de distribución de poder político entre las provincias y la Nación, y abrirá otra oportunidad para discutir la redistribución de fondos coparticipables y discrecionales entre ambas jurisdicciones en cuanto, desde los años treinta del siglo XX, los principales recursos fiscales corresponden a las provincias porque surgen de la actividad económica interna. Un dilema de resolución incierta que, tal vez, integre el debate público de cara a los próximos comicios generales, a pesar de los intereses en juego, con el fin de avanzar en un nuevo pacto federal que sea capaz de vehiculizar reformas político-institucionales y fiscales que promuevan procesos de desarrollo económico, social y cultural inclusivos, fortalezcan la calidad de las instituciones democráticas y frenen la decadencia que asola al país.
*La autora es historiadora, CONICET-UNCuyo