En 1910 quien había sido rector del Colegio Nacional de Mendoza, Julio L. Aguirre, fue convocado por el diario La Nación para integrar el catálogo de escritores de provincia que celebraron los fastos del Centenario en el que señaló el desprecio del canon literario por la cultura local. En aquella oportunidad contaba con dilatada experiencia de escritura ensayada en las páginas de El Debate, el periódico que había registrado entre 1890 y 1914 el pulso de la “ruptura cultural” que había acompasado el crecimiento de la agroindustria vitivinícola y el ingreso masivo de inmigrantes europeos en la provincia. Un año antes había publicado “Sociología criolla” que seguía la huella de un ensayo anterior, “Cocina Criolla y Salsa India” en el que había señalado la “esterilidad intelectual” de la provincia, o al menos “la indiferencia y hasta menosprecio por todo lo que importe ejercicio o cultivo del espíritu”. Esa había sido la tónica de las conferencias dictadas en las clases de extensión del Colegio Nacional en las que había subrayado que la institución no había incubado “personalidades descollantes” en la vida pública, a excepción del Dr. José V. Zapata, el ministro del interior de la política del acuerdo, Emilio Civit, que integraba el gabinete del segundo Roca, y el Dr. Agustín Álvarez, quien se había doctorado en la Universidad de Buenos Aires convirtiéndose en el único mendocino que había publicado dos textos capitales: “South América. Historia natural de la razón” y “Manual de Patología Política”, cuyas credenciales le permitieron secundar la conducción de la Universidad Nacional de La Plata en 1906.
Ante esa lectura pesimista, Aguirre consideraba que para escribir convenía disponer de “una voluntad insolente que no pide permiso para tener conciencia”. Su insolencia abrevaba en tres
cuestiones principales: la reacción al materialismo reinante en beneficio de corrientes espiritualistas, el escaso número de establecimientos educativos frente al aumento de la población escolar, y la vacancia de instituciones de educación superior que dividía aguas entre los promotores de saberes científico-prácticos y los partidarios de estudios humanísticos herederos del normalismo sarmientino.
Dicho diagnóstico no era ajeno a los cambios que había experimentado la vida pública en el cambio de siglo. Los mismos incluían la reforma de la constitución, el montaje administrativo provincial, la nueva ley electoral, la competencia entre agrupaciones partidarias, las huelgas obreras y del magisterio. y la multiplicación de asociaciones de nativos e inmigrantes que incluían sociedades culturales, clubes sociales y deportivos, círculos obreros católicos y ligas patrióticas refractarias de la protesta y movilización obrera cuyas ideas combinaban ingredientes nacionalistas, liberales y tradicionalistas.
En ese ambiente no solo surgieron nuevas escuelas públicas y privadas, sino que se fundó la Universidad Popular siguiendo el ejemplo de las existentes en Buenos Aires y Rosario, que priorizó el principio de educación técnica-profesional, sin abandonar la inclusión de asignaturas humanísticas. Su plan de estudios hizo expreso dos objetivos principales: ampliar la oferta educativa para la población trabajadora en horario nocturno y “combatir el empirismo social y la ignorancia de los medios profesionales para transformar las riquezas naturales” de la provincia.
Dicho proyecto no era independiente del motivo regional o “regionalista” que impregnaba la agenda de escritores, historiadores y artistas disconformes con la cultura cosmopolita irradiada desde la gran metrópoli, Buenos Aires. La misma se traducía en la circulación de crónicas, poemas, novelas, cuentos, sainetes, diarios y folletos que circulaban en los ateneos y eran representantes en teatros o el circo criollo. A su vez, la vida cultural exhibía la concurrencia de géneros musicales y artísticos en diálogo con los climas y prácticas europeas y latinoamericanas, haciendo del terruño mendocino una estación de expresiones estéticas trastocadas por los efectos de la inmigración europea, la diversificación social y la proliferación de nuevos gustos y consumos culturales. El mismo se hizo patente en piezas literarias y crónicas históricas que acompañaron los homenajes y monumentos dedicados a la epopeya sanmartiniana y en la fundación del Museo General Regional. Entretanto, la principal biblioteca pública aumentó sus fondos con textos distintivos de la literatura nacional que ya incluían las obras de Alberdi, Sarmiento, Gutiérrez, Frías, López y del Mitre historiador, la primera edición de “La tradición nacional” de Joaquín V. González, la saga gauchesca de Eduardo Gutiérrez y José Hernández, los versos de Ascasubi y de Olegario V. Andrade, un poeta amante de Mendoza. y el influyente texto, “La restauración nacionalista” en el que el escritor Ricardo Rojas había incitado a fortalecer la cultura histórica y filosófica nacional mediante la reforma de programas de educación básica para argentinizar el sistema escolar. Ese renovado plan de lecturas quedó registrado en el Anuario Estadístico de la Provincia de 1914 que reveló las preferencias humanísticas de los usuarios de la biblioteca, sobre todo de maestras y estudiantes.
Pero sería sobre todo el pasaje entre el clima del Centenario y el cambio político infligido por las huelgas obreras de 1917 y el experimento democrático de masas en la nación y en la provincia, representado por el éxito electoral de Yrigoyen en 1916, y el de Lencinas en 1918, el que arrojaría mayores novedades en las letras, la historia y la cultura locales. En 1923 un grupo de hombres influyentes con inserción en instituciones educativas, la administración y la política provincial impulsaron la creación de la Junta de Historia de Mendoza. El estatuto de la institución proponía “fomentar y propender a la realización de estudios y publicaciones relacionadas con la historia argentina y americana, y especialmente de las provincias de Cuyo”. Asimismo, promovía actividades vinculadas con el patrimonio documental, la creación de museos y monumentos y la difusión de las tradiciones históricas siguiendo la huella de la saga narrativa de Bartolomé Mitre, Vicente F. López y del cuyano Damián Hudson, el autor de “Recuerdos históricos de la Provincia de Cuyo”.
Entre los que integraron la institución figuró el Dr. Jorge A. Calle, el director de Los Andes, el diario que había fundado su padre en 1883, quien alentaría la edición de suplementos culturales que sirvieron de vidriera preciosa de páginas literarias, noticias y relatos del pasado sedimentando por décadas el acervo cultural cuyano y mendocino. El papel del Suplemento desde 1921 no sería menor por más de un motivo. Ante todo, porque se trataba de un diario decano del interior argentino liderado por tipógrafos y periodistas fogueados en el siglo XIX al calor de la lucha por las libertades públicas y la autonomía provincial. Un diario, como subrayó Arturo Roig, que experimentó en las primeras décadas del siglo XX los cambios operados en el universo de lectores ante el éxito de las políticas de alfabetización, el peso progresivo de la propaganda comercial como fuente de financiamiento, y lo que no es menor, por la virulencia del debate público vigorizado por la libertad electoral y la competencia entre fuerzas políticas competitivas, en especial, por la rivalidad entre lencinistas, yrigoyenistas, liberales y socialistas que había dado lugar a las intervenciones federales decretadas por los gobiernos radicales. El suplemento entonces resultaba un formato de edición ideal para escindir el campo cultural del político en sentido estricto, en tanto permitía especializar la práctica de la lectura y difundir al gran público los textos de autores mendocinos junto a los de escritores consagrados argentinos, latinoamericanos o europeos.
En ese mundo político y cultural donde eran pocos los que ponían en duda las virtudes de la democracia republicana, Jorge A. Calle había edificado un perfil multifacético porque no solo dirigía la empresa fundada por su padre y ejercía el oficio de periodista. Promovía, además, actividades culturales y se había lanzado a escribir sus propios libros que tenían como actores protagónicos a dos cuyanos: el admirado Sarmiento y su antítesis, el fraile Aldao. La política partidaria tampoco le había sido indiferente por lo que se enroló en las filas del lencinismo y saltó al Congreso Nacional para ocupar un escaño como diputado nacional entre 1926 y 1928. Al momento de morir en 1943, el año que marcó un antes y después en la vida política argentina y de los liberales o demócratas mendocinos, su trayectoria fue reconocida por quienes habían sido sus correligionarios y sus antiguos adversarios. En el homenaje brindado en el recinto de la Cámara de Diputados primero habló el radical Albarracín Godoy quien destacó su breve paso por la política sin hacer mención a su pasado lencinista, subrayó sus dotes periodísticas, destacó sus preferencias históricas y literarias, ensalzó sus convicciones democráticas por haber rechazado “tiranías” y “barbaries”, y lo definió como hombre “metropolitano que luchó contra los prejuicios de la aldea y ensanchó su horizonte intelectual de sus catacumbas”. A continuación, tomó la palabra el Dr. Julio César Raffo de la Reta quien recordó a su compañero del Colegio Nacional con el que había rivalizado en el mundo político sin alterar la amistad cívica anudada en el común interés por el saber histórico como zócalo de cohesión social e identidad cultural provincial y nacional.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y UNCuyo.