El aburrimiento en las siestas aparecía como una constante que se desplomaba sobre mis primos, mi hermano y yo en ese horario del silencio. Un momento en el que nos asaltaban unas ganas irrefrenables de gritar, cantar o poner música. Pensábamos que la obligación de poner la vida en pausa para respetar el descanso de los adultos era una maldición. Nos revelaba, y ahí aparecían otras ganas peligrosas; las de transgredir, de escapar a escondidas hacia alguna de las plazas cercanas a la casa de mis abuelos, donde vivíamos.
A la distancia sé que era más una sensación de tedio infantil que una realidad, en verdad nos divertíamos sin excepción. Echábamos mano de alguna ocurrencia que nos mantenía entretenidos: un plan o una aventura. Eran un par de horas en las que un demonio se apoderaba del clan del fastidio post almuerzo: mis dos primos -que habitaban el departamento de delante de la casa de mis abuelos-, y mi hermano y yo, -que ocupábamos el ex consultorio de mi abuelo médico transformado en departamento-. Los tres varones eran más chicos, por lo que el cerebro de las operaciones de la diversión era yo. Como aquella vez que inventé, como una genialidad, la compra de golosinas en el quiosco de la esquina, para venderlas -con orgullo- más baratas sobre una mesita en la vereda, y… ¿ganar plata?
Mi abuela, la reina de mi Tribu, era profesora de piano; pero no lo sabíamos ninguno de sus nietos. Jamás la vimos dar clases, ni siquiera levantar la tapa del que había en su casa y acariciar sus teclas. Ella era el pegamento que nos mantuvo unidos durante mis primeros veintisiete años. Dedicó su vida a la familia que formó con un pediatra de intereses diversos: fue locutor de radio, trabajó en la selva del norte argentino y se apasionaba con el bridge y el ajedrez. Juntos tuvieron nueve hijos y veinte nietos. Era permisiva sin límites, especialmente conmigo, su nieta mayor. Ella, con su suavidad característica, proponía reuniones que se transformaban en tradiciones familiares que nos aglutinaban. Lo hacía con maneras educadas y una insistencia pertinaz que no admitía negativas ni renunciamientos.
Una cosa estaba vedada para los niños de la Tribu; teníamos prohibido acercarnos a la estrella del comedor de diario de su casa: su piano. Era marca Angelus, norteamericano, una maravilla fabricada por la compañía Wilcox and White. Tenía una característica que lo hacía original, único y que fascinaba a todos los nietos; un mecanismo que permitía la reproducción automática de la música, a través de unos rollos de papel perforados: la pianola. Apenas nos dejaban subirnos al banco que servía de asiento. Era el juguete perfecto, pero sabíamos que nos arriesgábamos a sufrir tormentos inimaginables si lo tocábamos.
Ese día la transgresión nos llamaba. No había un plan a la vista y el magnetismo que ejercían los rollos de la pianola era irresistible. Lo consideramos brevemente, pero el piano estaba descartado, porque el comedor de diario estaba demasiado cerca de los dormitorios donde descansaban mis abuelos. Adicionalmente, a la siesta, esa aventura sería muy estruendosa.
Mientras pensábamos cambiamos la perilla del televisor blanco y negro entre los dos canales de aire de Mendoza. Y uno de esos programas ómnibus en los años ochenta rememoraba el sirtaki. Era una canción griega que Anthony Queen inmortalizó con el baile final de la película Zorba el griego, en 1964. En la tele explicaban que la tradición griega de expresión de felicidad y buenos augurios unía ese baile con la rotura de platos durante la danza, y mostraban cómo unos herederos de las costumbres helénicas estrellaban una vajilla contra el piso, al ritmo de la música. Se los veía muy satisfechos y entretenidos.
El mayor de mis primos varones -leal compañero de travesuras diarias- y yo, nos miramos e inmediatamente empezamos a elucubrar cómo llegar a esos niveles impresionantes de felicidad instantánea: romper platos no era una opción viable, nos descubrirían al instante. Dábamos vueltas en la cabeza cuando las horas acumuladas explorando los rincones del caserón de mis abuelos rindieron su fruto. Recordé un mueblecito que almacenaba decenas de discos de pasta, unos pocos de vinilo, varios de los rollos de la pianola y un tocadiscos Winco que ya casi nadie usaba. Además, la sala de estar que lo albergaba, estaba en el extremo opuesto a los dormitorios, más cercanos a la calle que al corazón de la manzana, donde se ubicaban el comedor principal, la terraza y el jardín.
Tras cerrar todas las puertas sacamos los discos de pasta -rígidos y pesados- que se adecuaban mucho mejor a nuestros planes que los de vinilo, -demasiado livianos y flexibles-. Los acomodamos en una pila a mano y, al ritmo del baile de Zorba -que tarareábamos entusiastas-, comenzamos a arrojarlos prolijamente contra los ladrillos de la chimenea. Los rompimos sin ningún remordimiento. A fin de cuentas nadie los escuchaba, pensé. Al terminar escondimos la prueba del delito.
Mi abuela emergió de los dormitorios y su felicidad el vernos en su casa fue instantánea. El amor inconmensurable que sentía por ella y su actitud cariñosa me generaron un grave problema de consciencia y no me quedó otra salida: confesé. Pero argumenté todo eso de que los discos ya no se usaban porque la música de esa época se almacenaba en cassettes y se reproducía en radiograbadores. Ella me escuchó con atención, me señaló mi confusión sobre la necesidad y uso de esos discos, y a continuación actuó con la misma indulgencia y comprensión que siempre aplicó a cualquiera de las cosas que yo hacía. Yo era su favorita y ella hacía un pésimo trabajo en ocultarlo. Todo terminó en un festín de Nesquik, bizcochos, dulce y jalea de membrillo elaborados por ella.
* tinafunes@gmail.com. @FunesMartina