La mirada sobre nuestro pasado suele ser tendenciosa; durante las últimas décadas observamos como se alimentó una visión negativa sobre la figura de Julio Argentino Roca y aquellos que lo acompañaron en la Conquista de la Patagonia. Una de las bases de esa concepción se encuentra en extrapolarlo y no explicar el contexto, un contexto al que nos acercaremos un poco hoy.
Antes de la llegada de las Remington, los indios que atacaban desde la frontera tuvieron todas las ventajas en cuanto a equipamiento. Contaban desde antes de la llegada de los españoles con un arma potente: las boleadoras, elemento que tomarían posteriormente los gauchos y que utilizado con destreza letal acabó con la vida de muchos cristianos. A los elementos prehispánicos debemos sumar cuchillos y escudos rudimentarios.
Con los españoles, llegaron los caballos. Tras adquirirlos de diversas maneras, incluyendo el robo, los indios los entrenaban para que tuviesen mucha resistencia. En palabras de Lucio V. Mansilla perseguirlos cuando llevaban algunas horas de ventaja era tan inútil como “perseguir al viento”.
Llegaron a tener tanta importancia que los Pampas los incluyeron en sus rituales funerarios: cada vez que moría uno de los suyos quebraban la pata izquierda del equino que le pertenecía para que llevara el cuerpo, una vez sepultado su amo lo sacrificaban allí mismo.
En cuanto a llevar a cabo un malón, no había lugar para las improvisaciones. Planificaban sus ataques en una reunión de jefes, contando con información de los “indios bomberos” que vigilaban las ciudades o los forajidos cristianos, que se escondían entre sus tolderías para escapar de la justicia.
También tenían informantes dentro de las fuerzas enemigas, así lo vemos reflejado en una carta de Facundo Quiroga a Juan Manuel de Rosas en 1833: “Mi querido amigo: en una que dirigí a V. por una posta que incluí una copia relativa al personaje que había dado aviso a los indios de la guerra que se preparaba contra ellos…”.
Comenzaban a trasladarse cuando iniciaba la luna llena, para contar con una buena visión durante el trayecto. Guardaban sus armas cerca, en cañaverales, de manera previa al ataque, de este modo de ser vistos cerca no constituían una amenaza y podían apelar al factor sorpresa, fundamental para conseguir destruirlo todo.
A la hora de atacar amagaban entrar por otro frente para desconcertar y tras el malón lo más importante era escapar, sin enfrentar a sus perseguidores.
Cuando no tenían más opción que enfrentarse con el ejército, utilizaban diversas astucias. Una de estas era la táctica del alambre y los caballos, unían a dos o más caballos con alambres y les ataban a la cola objetos que hicieran ruido. De este modo los animales galopaban sin control y el alambre (inadvertido por nuestros soldados) degollaba a su paso.
Los cristianos contaban con fusiles que tardaban en cargar, los aborígenes también: desde 1830 los adquirían en Chile. Hacia 1870 con la llegada de armas como la Remington se terminó esta disparidad -aunque los indios consiguieron armas y se entrenaron como francotiradores-, el Estado Argentino logró la superioridad que necesitaba para dar paz a su frontera y terminar con la muerte de miles.
Qué distancia con una actualidad donde el famoso “Estado presente” no protege a sus ciudadanos y alimenta las falacias de los autodenominados dueños de estas tierras, a pesar de su origen chileno.