El discurso del presidente Milei en el acto celebrado en la presentación del Centro Cultural Palacio Libertad Domingo Faustino Sarmiento (ex CCK), renovó la catarata de agravios y denuncias contra las universidades públicas. Lo hizo días después de la segunda movilización masiva que tuvo lugar en la mayoría de las ciudades argentinas en las que se reafirmó el valor público de las universidades nacionales como resorte de movilidad e integración social a pesar de los enormes desafíos y dilemas que atraviesan.
Una vez más la voz presidencial ensalzó la figura de Sarmiento y el elenco de hombres del siglo XIX que hicieron de la educación pública el motor del progreso argentino con el firme propósito de reparar la descalificación o cancelación del que habían sido objeto durante los gobiernos kirchneristas por haber derramado la sangre del Chacho y los gauchos federales o por conquistar las tierras de los pueblos indígenas asentados en las fronteras.
Como otras veces, el presidente Milei se autoerigió en intérprete y factótum de la “batalla cultural” con la que pretende fundar la nueva Argentina en base a la revelación de la “verdad” que enuncia y en rechazo de sus falsificadores.
Para hacerlo trajo a colación los acuciantes indicadores oficiales que demuestran desempeños y trayectos precarios en el nivel primario y secundario, los resultados de pruebas de evaluación que lo verifican para luego rematar con conclusiones simplificadoras: adujo que son los pobres los que financian los estudios superiores de los hijos e hijas de clases altas y medias porque los hundidos en la pobreza nunca llegan a la universidad para cruzar el umbral del ascenso. En sentido estricto se trata de un dato forzado (o manipulado) que tiene como objetivo insuflar los ánimos de su propia audiencia y que fue corregido por especialistas quienes esclarecieron que más de la mitad de los estudiantes constituyen la primera generación de aspirantes a obtener su título de grado. Es decir, provienen de familias trabajadoras o con escaso capital cultural como lo registraron las orgullosas pancartas exhibidas por los manifestantes en las multitudinarias marchas en defensa de la educación pública.
No es la primera vez que el gobierno nacional apela al pasado nacional para intervenir en el debate público y modelar la política de memoria estatal. El 8 de marzo, el día de la conmemoración mundial de la lucha histórica de las mujeres por sus derechos, su hermana en ejercicio de la Secretaría General de la Nación desmanteló el Salón de las Mujeres que lucía en la Casa Rosada para reemplazarlo con una galería de próceres integrada sólo por varones de mayor o menor prosapia ejemplificando el núcleo duro de ideas o creencias en las que abreva el círculo gubernamental poco amigables con los valores de la libertad y teñidas de misoginia. Con ello, la mano derecha del presidente no sólo borraba de un plumazo los retratos del linaje selectivo de mujeres que habían contribuido a la cultura, las ciencias y vida pública nacional. También dejaba a la vista el regular uso político del pasado por parte de los dueños o dueñas del poder para activar recuerdos u olvidos en la memoria colectiva.
Un capítulo semejante tuvo lugar días atrás en el Senado de la Nación cuando la vicepresidenta Victoria Villarruel ordenó reemplazar el busto que recordaba al expresidente Néstor Kirchner por otro que evoca a la ex presidenta María Estela Martínez de Perón: la esposa del general exiliado en la España de Franco que llegó al país para suturar sin suerte la disputa entre sus herederos políticos proscritos, y convertida luego en viuda del primer mandatario de la nación y único jefe del partido de gobierno despedazado por la violencia armada desatada antes y después de haber sido electo por el voto popular. El rescate de su figura no sólo supuso el deliberado despojo de su responsabilidad en el montaje de la maquinaria represiva estatal y paraestatal previa a la última dictadura militar. La reivindicación de Isabelita, como es llamada, por parte de Villarruel fue más allá en tanto destacó su conducta moral ejemplar ante el olvido de los propios y el silencio u “ostracismo” por el que optó después de 1983 en beneficio de la paz social y el amor a la patria. Un gesto político que realizó después de haber concluido su viaje a Europa donde fue recibida en el Vaticano por el papa Francisco para visitarla luego en su casa de Madrid cuya foto hizo viralizar de inmediato impactando de lleno en el riñón del poder presidencial. Fue el mismo Milei quien dijo en una entrevista reciente: “yo no lo hubiera hecho”.
Están quienes conjeturan que el rescate de quien fuera la primera presidenta constitucional obedece al cálculo deliberado de Villarruel para capitalizar la vacancia de liderazgos de sectores del peronismo tradicional que simpatizan con el nacionalismo de derecha que profesa, y erigidos en disidentes convencidos de la influyente figura de Cristina Fernández de Kirchner, a quien responsabilizan del fracaso del último gobierno de Unión por la Patria y la orfandad de poder que le sucedió y los desvela. Así también, están quienes interpretan la decisión de la vicepresidenta como estrategia política autónoma de su compañero de fórmula de cara a escenarios de corto y mediano plazo: el precario capital institucional del oficialismo y su reducida representación parlamentaria que lo obliga a trabar alianzas inestables para sancionar o vetar leyes, y el calendario electoral que tiene como horizonte de expectativas no sólo los comicios intermedios de 2025 sino los presidenciales de 2027.
En la vorágine de la vida política argentina contemporánea resulta imposible ponderar el alcance de las aspiraciones de la vicepresidenta. No obstante, sus iniciativas ponen de relieve algunos rasgos de los problemas que afectan el funcionamiento de nuestra democracia republicana. Sobre todo, expone algo que los historiadores y los cientistas políticos han estudiado muy bien: esto es, el modo en que la extrema fluidez de lealtades personales y políticas organizan, tensan o carcomen no solo la estabilidad y eficacia de las fuerzas políticas, sino que afectan la consistencia del lazo representativo entre pueblo y gobierno. Un déficit institucional inquietante que en épocas de consensos democráticos frágiles e identidades sociales y políticas líquidas, ponen en riesgo la conversación pública y la vida cívica.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y la Universidad Nacional de Cuyo.