Ha caído Trump como un árbol seco, derrotado por sus propios disparates. No ha ganado Biden: ha perdido Trump. Apenas han pasado unas horas desde la proclamación de la victoria demócrata (ya saben que escribo estos artículos dos semanas antes de su publicación) y ya empieza a parecerme irreal que hayamos estado cuatro años bajo el dominio mundial de este tipo malencarado y vociferante, de este bravucón de patio de colegio con la peluca panocha atravesada, tan mentiroso, faltón e ignorante como el peor concursante del peor reality. Un hombre que, de puro caricaturesco, podría ser un actor haciendo de villano. Nos parecía ridículo e imposible como candidato a la presidencia, nos resultó ridículo e increíble como presidente, y ahora le vemos ridículo y patético en sus intentos de aferrarse al sillón.
Pues bien, tal vez sea esa la clave de todo. O una de las claves, por lo menos. Su ridiculez.
Pensemos en otros tipos ridículos de la historia. Hitler y Mussolini, por ejemplo. A diferencia de Trump, que ha estado contenido dentro del sistema, ellos llegaron a cometer brutalidades, lo que no impide que fueran unos personajillos estrafalarios. En cambio Stalin, ese tremendo asesino coetáneo, no resultaba ridículo, sino más bien temible; pero claro, es que el líder soviético no llegó al poder a través de las urnas, y los otros sí (o casi: Hitler fue segundo). Y de lo que quiero hablar es del atractivo electoral de la ridiculez.
El conocimiento de lo que vino después, del dolor y el horror de lo sucedido, confiere a Mussolini y Hitler un aura siniestra que en algún sentido los engrandece; al impresionarnos como malvados, nos es más difícil apreciar su condición de payasos. Pero lo cierto es que ambos tenían mucho de personajes bufos y grotescos; tanto el enclenque de Hitler, con su bigotito absurdo y sus pelánganos pegados al agua, como el retaco cabezón y pecho-paloma de Mussolini actuaban con unas ínfulas tan exageradas y patéticas, tan risibles en su manera de intentar aparentar majestuosidad, que parecían salidos de un sainete. Y de hecho fueron burla fácil para los humoristas internacionales, hasta que llegaron los tiempos de plomo que acabaron con todas las risas.
Siempre he pensado que la emoción más destructiva es la humillación. Por ejemplo, en los atentados yihadistas de las Torres Gemelas participaron varios ingenieros saudíes, ricos herederos que estudiaron en las mejores universidades británicas; y no puedo evitar la sospecha de que esos tipos, que vivían reverenciados como príncipes en su sociedad semifeudal, tal vez se sintieran ninguneados y humillados por el clasismo universitario inglés. Lo cual pudo envenenar sus pensamientos. Quizá Hitler también se creyera despreciado en su juventud y eso potenciara su deriva monstruosa, pero este no es el tema que me interesa ahora. Tan sólo quería resaltar que la humillación tiene consecuencias.
¿Y en qué momento de la historia los votantes deciden apostar por tipos ridículos como Hitler, como Mussolini, como Trump? Pues en épocas muy semejantes; en sociedades profundamente heridas por dos tremendas crisis económicas, la Gran Depresión de 1929 y la Gran Recesión de 2008. Cuando supuestamente se supera una crisis a costa de dejar un cuarto de la población empobrecida, y cuando los ricos causantes de esa crisis no sólo no han pagado por ello, sino que se han enriquecido aún más, una buena parte de la ciudadanía está siendo apaleada. Vivimos dentro de un sistema de valores tan perverso que el hecho de perder el trabajo te hace sentir culpable y avergonzado. Ser pobre es una humillación en nuestro mundo; pero, si además te has empobrecido recientemente, la quemadura es aún más insoportable. No veo fácil que esas personas dañadas, que creen que no son tenidas en cuenta, que se sienten despreciadas y ridículas, voten a patricios triunfadores como Hillary Clinton (ya digo que estas elecciones no las ha ganado Biden, sino perdido Trump). En cambio, cuando aparece un personaje tan obviamente penoso y estrambótico que sería despreciado en cualquier reunión de poderosos, pueden identificarse fácilmente con él; como decía Monterroso, los enanos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse a simple vista. Me temo que hay mucho dolor real tras el triunfo de los ridículos.