Los “feudalismos provinciales” se han puesto de moda en el debate político. Quienes usan ese adjetivo -aplicado a los Insfrán, Zamora o Sapag- apelan a un sentido común en el que “feudalismo” remite a servidumbre, poder sin límites, oscurantismo. Es un denostativo de uso libre; tan libre como lo son “fascismo”, “neoliberalismo” “comunismo” y hasta “enciclopedismo”.
Cuando la Revolución Francesa declaró que lo destruía, el feudalismo ya era una sombra; los revolucionarios, en realidad, derrumbaron el Estado absolutista de derecho divino. Pero la imagen quedó, reforzada luego por el relato marxista y retomada en América Latina por el nacionalismo antimperialista. Mientras tanto, los historiadores fueron desarrollando nociones más acotadas y matizada del término. Al reducir su generalización, deslindaron otras realidades pasadas afines pero diferentes, como la monarquía patrimonial católica.
El feudalismo surgió hace mil años. En su núcleo está el “señorío”: un conjunto de familias campesinas que trabajan su parcela y entregan una parte considerable del producto a un señor guerrero, que detenta una mezcla de poderes privados y públicos. Instalado en su castillo y apoyado en su milicia -la “mesnada” del Cid Campeador- recorre sus tierras recaudando los tributos. Se trata de un ejercicio directo del poder, una “larga mano” con una extensión precisa: la distancia que la hueste puede recorrer a caballo en media jornada, pues la otra media debe emplearse en volver a la base segura, el castillo. Este mundo de señoríos surgió luego de un largo proceso de fragmentación de los poderes, que en Europa occidental comenzó con la declinación del Imperio Romano. Sobre estos fragmentos de poder directo se montaron otras construcciones, como la monarquía, con un poder más simbólico que efectivo. Como decía el Cid, los barones se ganaban el pan solos. Los reyes les reclamaban ayuda en la guerra o en el gobierno, pero solo retribuían con honores y festines.
¿Podemos asimilar a nuestros gobernadores “feudales” con aquellos barones? No. Faltaba en el feudalismo algo que hoy es fundamental: la coparticipación fiscal, los discrecionales Aportes del Tesoro Nacional, la protección arancelaria, los regímenes de promoción, todos ello esencial para la supervivencia de nuestros gobernadores. Faltaba un Estado central providente. En nuestro federalismo -un tema para otra ocasión- hay muchas provincias que le arrancan esas prebendas al Estado nacional, haciendo valer en el Congreso sus tres senadores. ¿Cómo explicar sin ellos el fenómeno de Tierra del Fuego?
Volvamos a la historia. Desde el siglo XIII las monarquías se hicieron hereditarias -como ocurre hoy con algunas dinastías provinciales- y comenzaron a crecer y a domesticar en sus cortes a los barones recios y autónomos. Simultáneamente iban construyendo los elementos básicos de un Estado: el fisco, la justicia, la fuerza armada propia. En ese desarrollo, durante mucho tiempo se mantuvieron confusos los límites entre la propiedad personal del monarca y la del naciente Estado. Esta indeterminación se refleja el célebre dicho de Luis XIV: “el Estado soy yo”.
El “patrimonialismo” de las soberanías estatales -el término lo desarrolló hace un siglo Max Weber- es un rasgo fundamental de la formación de los Estados al menos hasta el siglo XIX. Desde entonces, los modernos Estados declararon que lo erradicaban. Pero pese a las Constituciones y la tan mentada “accountability”, la mezcla entre lo público y lo privado reaparece una y otra vez.
Si buscamos un precedente útil para entender nuestro presente, la clave está en el patrimonialismo y no en un feudalismo nunca existente en Hispanoamérica, que desde el origen fue propiedad de la Corona.
El uso abusivo de un “feudalismo” mal estudiado forma parte de un discurso político en construcción, con el que se quiere enfrentar a la historia oficial, al “relato”. No es tiempo para sutilezas -se nos dice- sino de munición gruesa.
Hasta cierto punto comparto la intención. Pero a la vez, con una perspectiva más larga, dudo de que sea conveniente construir un relato sobre bases tan débiles y forzadas.
No es solo un dilema ético. A la hora de pensar alternativas, llevarlas adelante y explicarlas, un diagnóstico mal hecho y un discurso que hace agua conducen al fracaso.
El “patrimonialismo”, en cambio, habla con claridad de una situación bien conocida: un Estado obeso, caro e inútil, con el cual lucran corporaciones y gobernantes parásitos y conservadores de sus privilegios.
Sugiero que abandonemos el mal entendido “feudalismo” y que nos centremos en el “patrimonialismo”, del que sobran ejemplos, para construir el nuevo relato, esa “épica republicana” que necesitamos.