El presidente norteamericano Bill Clinton caía en las encuestas en el último tramo de su primer mandato cuando su jefe de gabinete, Leon Panetta, contrató en 1995 a un asesor, Dick Morris, que venía de aconsejar a demócratas y republicanos.
Porque los consejeros sin contrato suelen asumirse como abogados que defienden a culpables o inocentes con igual rubor.
Morris ayudó a que Clinton obtuviera una reelección difícil y alcanzó una celebridad de momento que le permitió editar algunos libros releyendo a Maquiavelo.
Poco después colaboró en Argentina con la campaña que llevó al poder a Fernando de la Rúa. Su teoría más difundida fue la de la “triangulación”: colocar a Clinton en el vértice superior de un triángulo, equidistante de las propuestas más radicalizadas de su propio partido y las más extremas de sus adversarios del partido republicano.
En verdad, la teoría era algo más sofisticada. Para ganar esa posición en el centro, Clinton debía robar los temas más populares de sus adversarios y darles un giro de moderación. Atacar los puntos fuertes -no las flaquezas- del enemigo, apropiándoselos con el filtro de otro enfoque. Pero la triangulación fue simplificada a medida que se extendió como moda (hasta algún periodismo la compró como un método propio, confortable y más bien cercano a la cobardía. La objetividad dejó de ser el cotejo de hechos verificables para transformarse en la simple triangulación entre dos versiones opuestas. Sin imaginarlo, Dick Morris proveyó la carta de navegación que condujo al territorio inexistente de Corea del Centro).
La oposición en Argentina parece estar desempolvando aquel viejo manual de Morris, para aplicarlo en el desconcierto en el que ha caído, urgida por la fuerza volcánica de tres vectores concurrentes: la oportunidad de ganar que le ofrecen la crisis y el deterioro del Gobierno; la definición pendiente de sus nuevos liderazgos (algo que incluye cuestiones profundas, como la autocrítica de su propia gestión y la persistencia futura de su unidad coalicional) y el grave giro autocrático del oficialismo, que limita los márgenes de cualquier decisión, porque implica alarmas de contención sistémica.
Cuando Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal dibujan el triángulo de Dick Morris advierten que Alberto Fernández abandonó el vértice del centro, obligado por el látigo de Cristina. Y señalan que la oferta electoral de la oposición debe ocupar ese lugar, equidistante en la grieta. Esa configuración es de alto impacto interno, porque ubica en uno de los extremos (de los que, dicen, convendría escapar) a Macri y la presidenta de su partido, Patricia Bullrich.
Las tensiones de Larreta y Vidal con Macri no son nuevas. Ya eran evidentes cuando estaban en el gobierno. Antes detonaban en la oficina de Marcos Peña, al que cuestionaban con dureza y Macri defendía como fusible. El punto de quiebre fue la ratificación de Peña cuando Macri firmó el segundo y más oneroso acuerdo con el FMI. La eficiente gestión de salida que hizo tras el desastre de las Paso el exministro Hernán Lacunza dejó más abierto el debate: la dupla a la que acusan de parricida tal vez tenía razón.
Cuando Mauricio Macri dibuja su propia versión del triángulo de Morris le señala a Larreta un error conceptual grave. En los vértices de los extremos hay mucho más que discursos opuestos: en uno está la vigencia del sistema institucional y en otro una amenaza cierta de su deterioro irreversible.
Como lo señaló el manifiesto de un grupo de personalidades e intelectuales de prestigio, la convicción republicana se equivocaría si pretende bascular, indecisa y mezquina, equidistando en el centro imaginario y desertor de esa encrucijada. En el boceto de Macri hay polarización. No hay triángulo.
Patricia Bullrich incide con gravitación propia en esa disputa porque vislumbró mejor que nadie que, en el espacio opositor, la mayor proporción de votantes propios dibujaría espontáneamente este segundo bosquejo si se lo pidieran al momento del voto.
¿El triángulo de Larreta y Vidal -sin dudas el más apto para su acuerdo de no agresión mutua hasta la elección de 2023- empatizará lo suficiente con el clima de aflicción social?
¿La polarización directa que Macri y Bullrich consideran inevitable será más atractiva para el bloque propio en las primarias de septiembre?
La doble deliberación solapada que está haciendo la oposición, la de su oferta electoral simultánea para 2021 y 2023, es toda una muestra de confusión política, pero con una asistencia insólita que provee el oficialismo: la reelección del presidente Alberto Fernández ya parece inimaginable.
Cristina Kirchner imagina con denuedo cómo actualizar su proyecto tras el efecto devastador de la pandemia. Desearía la presidencia para su hijo Máximo. No logra que levante en ninguna encuesta. Ensaya señales de delfinazgo hacia el gobernador Axel Kicillof, pero la ineficiente gestión bonaerense le demuele a ritmo cotidiano esas aspiraciones.
Sergio Massa gira en las cercanías con su habitual sobrevuelo predatorio y el peronismo acecha en silencio.
En toda democracia de funcionamiento normal, que el presidente que plebiscitará su gestión en las urnas de medio término carezca de movida de toda expectativa de legitimación futura sería el dato clave y central de la elección.
Cabe el subrayado: en una democracia normal.