Es un tópico muy difundido en la historia y la ciencia política identificar la época contemporánea con el ascenso de las masas, la asunción del protagonismo histórico por parte de los sujetos colectivos: pueblo, nación, clase. Pareciera ser la consagración definitiva de la Volonté Générale, tal como la concibiera y definiera Jean-Jacques Rousseau: absoluta, indelegable, infalible, indivisible. El reino de lo colectivo.
Una mirada más profunda revela otra realidad. Los supuestos sujetos colectivos no tienen una existencia por sí mismos, como no sea a través de la suma de voluntades individuales. Y la suma de esas voluntades individuales depende de la acción de otras voluntades individuales con visión, capacidad operativa y resolución que se destacan, que actúan en solitario, movidas por iniciativa propia: los líderes, los conductores. De manera que la suprema voluntad general de Rousseau en realidad funciona como una ficción legitimadora de las voluntades individuales (agregadas o no) y no como una voluntad en sí.
La ciencia política contemporánea se ha estructurado a partir de estos sujetos colectivos. No es casual que para muchos haya entrado un una crisis sin solución. Por detrás de ella sonríe sarcásticamente el saber milenario de la filosofía: para entender qué sucede en la ciudad, cómo funciona la comunidad política, es preciso saber cómo funcionan los hombres.
Y un corolario inquietante: no hay sistema de gobierno u organización política lo suficientemente inmune a la calidad de los hombres que los manejan, o los integran. Y de las decisiones que toman. Así sea un pequeño pueblo, una ciudad o un gran imperio. Todo depende de los hombres individuales.
Esta semana que termina ha resultado de gran interés para observar el peso de las decisiones personales en la historia reciente y la actualidad política nacional. El expresidente Mauricio Macri dio una entrevista en la que vertió algunas declaraciones realmente sorprendentes.
«Duhalde, después de que se le caen Reutemann, Felipe Solá, lo pone y lo saca a De la Sota y no sé si alguno más que me olvido, me invita a Olivos. Voy con Ramón Puerta, que es un amigo que conocí de la política. Me lleva a comer con Duhalde. Duhalde me abre las encuestas, era justo inmediatamente después de que habíamos ganado en Tokio [por entonces Macri era presidente de Boca Juniors; se refiere a la Copa Intercontinental, en la que Boca derrotó al Real Madrid]. Me muestra que yo empataba en la primera vuelta con Menem y después Menem perdía siempre porque tenía resto en contra para la segunda vuelta. Me dice ‘vos sos presidente, nosotros te armamos’. Me ofreció, y como yo dije que no, el que siguió fue Kirchner. Le dije que no porque sentí esta cosa ordenada mía que hay que ir de menor a mayor. Entonces yo tenía que tener mi experiencia en la ciudad, entender cómo era la política, gestionar una ciudad antes que tener que gestionar el país. Charlábamos hace algunos meses y le pregunto a Horacio [Rodríguez Larreta], que fue parte de la decisión en ese momento, le digo: ‘¿hicimos bien o hicimos mal?’ ‘No [respondió Horacio] hicimos como el culo, porque en el país que heredó Néstor Kirchner el gasto público antes de que agarrasen ellos la manija era 24% sobre el PBI. Si yo hubiera dicho que sí, no hubiese existido el kirchnerismo.»
El episodio era algo ya sabido, pero a través de otros testigos o protagonistas. Lo fascinante es que lo relata el propio Macri. Otro dirigente, quizá más experto en (o más necesitado de) especulación política, podría haber dejado correr el rumor sin confirmarlo ni negarlo, puesto que supone el reconocimiento de un catastrófico error de prudencia política, más allá de que no es razonable reprocharle a Macri saber lo que pasaría después con los Kirchner (del futuro no hay conocimiento posible) y tampoco lo es creer que un gobierno de Macri hubiera sido necesaria y suficientemente mejor (el contrafáctico no es sino conjetura).
Su narración tiene algo de confesión voluntaria, al modo del asesino de El corazón delator, de Edgar Allan Poe, movido por una necesidad de someterse al juicio de sus compatriotas y de la posteridad, expiando así la culpa de no haber estado a la altura de las circunstancias. Vivir solo con ese peso interior debe ser difícil.
Macri se justifica parcialmente al decir que rechazó la oferta en razón de su convicción de hacer una experiencia de gobierno antes de llegar a ser Presidente, lo cual es bastante razonable. Pero resulta imposible no juzgar su decisión desde la angustiante actualidad nacional.
Ortega y Gasset afirma que toda política auténtica postula la unidad de contrarios: «Hace falta a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad». Es un error asociar la prudencia exclusivamente a la cautela: también se expresa en impulso, en atrevimiento. No resulta difícil ver las similitudes de este episodio con su posterior desempeño como presidente de la Nación.
En otra vereda política se ha puesto igualmente de manifiesto la importancia de las decisiones personales en la difícil actualidad política. Pero no por confesiones o declaraciones explícitas, sino por una vía contraria. El domingo pasado la prensa revelaba que en el contexto de la investigación en torno a la contratación irregular de seguros por parte de instituciones del Estado, se habían recabado informaciones fidedignas que revelan el maltrato físico y psicológico del expresidente Fernández contra su expareja, Fabiola Yáñez.
De ese modo, Alberto Fernández no solamente ha sido imputado en una escandalosa causa por corrupción que tiene derivaciones impredecibles, sino que se le agregó una denuncia por violencia de género.
El caso ha servido para mostrar, a todos aquellos que no vieron o no quisieron ver, la verdadera catadura moral del personaje que se sentó en el sillón de Rivadavia entre los años 2019 y 2023. Alberto Fernández se convirtió en Presidente de la Nación no gracias a sus condiciones políticas, morales o intelectuales, sino precisamente por la ausencia de cada una de ellas.
Es realmente curioso que a diferencia de otros destacados dirigentes políticos contemporáneos -Macri, Cristina, Massa, Scioli, Milei- no dispongamos de una sola biografía integral, autorizada o no, de Alberto Fernández.
Cristina Fernández de Kirchner era perfectamente consciente de las miserias de Alberto Fernández. Precisamente por eso lo eligió: porque se ajustaba como ningún otro a sus planes personales de perpetuación en el poder por interpósita persona, a la defensa desde la política contra los procesos en las que ella y su familia habían sido imputados. No hubo ningún tipo de consideraciones políticas o patrióticas en la decisión de designar a Alberto como candidato presidencial: sólo estricto cálculo individual.
Es importante detenerse en la oscura perversidad de la decisión de Cristina Fernández, así como de la todos aquellos que se sumaron a su candidatura, pretendiendo que Alberto Fernández era un político que podía asumir tan grave responsabilidad.
En 2002 Eduardo Duhalde buscó un sucesor acorde con el desafío que suponía gobernar un país en crisis, fracasando no una, sino varias veces en persuadir a los hombres que creyó más aptos, teniendo que conformarse con un candidato que dejaba mucho que desear. En 2006 Néstor Kirchner decidió designar a su esposa como sucesora, con el objeto de dar continuidad a su proyecto político, prefiriendo la lealtad familiar a las capacidades para el cargo. En 2019 Cristina Fernández eligió deliberadamente como candidato a alguien desprovisto de toda aptitud para el gobierno, a efectos de resolver sus problemas con la justicia.
La gravedad y la profundidad de las consecuencias de su decisión están lejos de haberse manifestado del todo. Un gobierno atroz en circunstancias particularmente difíciles. La virtual liquidación del sector político que conocíamos como peronismo. ¿Cómo puede sorprender que después de todo esto haya emergido un liderazgo tan contraintuitivo como el de Javier Milei?
Apenas un día antes de que estallara la bomba periodística (que no ha dejado de aportar nuevas revelaciones) Cristina peroraba, entre pizpireta y pedante, ante un público adicto en la Ciudad de México. Como a ella le gusta. Durante una larga semana permaneció callada. En el caso de la expresidente, los silencios son tan elocuentes como las intervenciones en público: quiere decir que percibe un ambiente adverso, hostil, respecto del cual debe evitar cuidadosamente quedar asociada. Igual que en los momentos críticos de su propio gobierno. El pasado viernes se pronunció a través de un tuit, forzada por la necesidad de hacer control de daños. El texto es una fascinante muestra de cómo comprende la responsabilidad política.
“Alberto Fernández no fue un buen presidente. Tampoco lo fueron Mauricio Macri o Fernando De La Rúa, sólo por mencionar a los que desempeñaron su mandato en lo que va del siglo XXI. Seguramente la lista sería más larga si extendiéramos la cronología.”
El juicio que le merece Alberto Fernández como presidente excluye cualquier reflexión o reconocimiento personal por haber impulsado su candidatura. Además, lo sitúa en el grupo de los “malos presidentes”, que coincide -para sorpresa de nadie- con sus adversarios políticos. La disociación es absoluta. Tampoco asume su parte en la promoción a la presidencia de un violento, machista, misógino e hipócrita, disolviendo su responsabilidad personal en la idea de un mal endémico transversal a toda la sociedad y las fuerzas políticas (aunque en el peronismo se dé una concentración superior a otras). Finalmente, la autovictimización a que nos tiene acostumbrados la releva de toda culpa y pecado.
Existen dos formas de enfrentar la responsabilidad por las decisiones y los actos personales. Una de ellas es reconocerla, procesarla críticamente, aprender de ella. Otra es negarla, desconocerla: yo no tengo nada que ver con eso. En inglés se llama gaslighting al abuso psicológico en el que se hace a alguien cuestionar su propia realidad, negando lo que es evidente. Cada una de ellas configura una forma propia de liderazgo político. Lo que debería centrar la discusión pública no es la venalidad, la ineficacia, la estupidez o la indigencia moral de Alberto Fernández, sino la responsabilidad de quien lo elevó a un lugar adonde nunca debió haber llegado.
* El auto es profesor de Filosofía Política.