Ya en el siglo VI antes de Cristo, el filósofo griego Pitágoras sostenía que la Tierra era una esfera. Ojo: estamos hablando de hace 2.600 años. De hecho, a partir del siglo V a. C. ya no hubo ningún pensador griego de importancia que dudara de la redondez de la Tierra. Luego llegó el hundimiento cultural de la Edad Media y ese conocimiento naufragó, como tantos otros, para irse luego recuperando a partir de la Baja Edad Media hasta ser confirmado empíricamente con la circunnavegación de Magallanes y Elcano (1519-1522). Claro como el agua, ¿verdad? Pues no. En torno a 2014 apareció en EE UU un movimiento de terraplanistas que, apoyado en las redes, los memes y la absoluta sandez de algunas personas, no ha hecho sino crecer en todo el mundo: solo en el ámbito hispano, sus grupos de Facebook suman decenas de miles de seguidores. Una encuesta hecha en Estados Unidos por YouGov en 2018 arrojaba datos escalofriantes: solo el 66% de los mileniales jóvenes de 18 a 24 años siempre habían estado convencidos de que la Tierra era redonda. Y había un 2% de todos los encuestados que estaba segurísimo de que el mundo era plano.
¿Y adónde voy con todo esto, preguntarán ustedes? Pues creo que voy hacia la depresión y el desconsuelo más profundo ante la muerte de la razón en el planeta. Como acabo de mostrar, la humanidad puede sumirse una y otra vez en la ignorancia. Somos unos seres lamentables capaces de desaprender todo lo aprendido y de lanzarnos a los brazos de la burricie. Más ejemplos de espantosa involución mental y moral: en el siglo III a. C., Eratóstenes calculó con notable precisión la circunferencia y la inclinación del eje de la Tierra; y en el mismo siglo, Aristarco postuló la teoría heliocéntrica: éramos nosotros quienes dábamos vueltas en torno al Sol y no al contrario. Pero en 1600, es decir, 1.900 años más tarde, Giordano Bruno fue quemado vivo por decir lo mismo, y en 1633 el gran Galileo tuvo que hincarse de rodillas ante el Santo Oficio y renegar del heliocentrismo. Sí, cuando el conocimiento se olvida y la razón se nubla, los seres humanos podemos caer muy, pero que muy abajo. Gerald Brenan, en su famoso libro El laberinto español, dice lo siguiente: “En 1773, la Universidad de Salamanca ignoraba aún a Descartes, Gassendi y Newton, y en sus cursos de teología se debatían cuestiones tales como el lenguaje en que hablaban los ángeles y si el cielo estaba hecho de metal de campanas o de una mezcla de vino y agua”. Más brutos y no nacemos.
Pues bien, me temo que la pandemia ha fomentado ese fatal reblandecimiento de los cerebros, la entrega a la irracionalidad y el oscurantismo. Sucedió también en pestes pasadas: flagelantes, milagreros, apocalípticos. En la zozobra de la plaga, la gente más débil no soporta la evidencia de nuestra absoluta fragilidad: una birria de virus que ni siquiera alcanzamos a ver es capaz de tumbarnos. Y esto da tanto miedo que prefieren buscarse teorías demenciales, enemigos visibles a los que combatir. De eso se aprovechan esos malnacidos que atiborran la Red de falsedades o de noticias antiguas que hacen pasar por nuevas, lo cual está volviendo tarumba al personal. Un ejemplo de esa pérdida de contacto con la realidad son los delirantes tuits de Miguel Bosé: sostiene más o menos que el virus es una maquiavélica mentira de Bill Gates y que, con la excusa de vacunarnos, el magnate nos meterá en el cuerpo un chip que se activará con la red 5G, convirtiendo a toda la población mundial en sus esclavos (y qué iba a hacer ese hombre con tanto siervo, digo yo). Una hipótesis desternillante, si no fuera porque Bosé tiene tres millones de seguidores y porque, según otra encuesta de YouGov, el 28% de los estadounidenses creen en esa historia. En fin, corremos un claro riesgo de estupidizarnos aún más. Una querida amiga astrofísica, Susana Pedrosa, me pregunta si no podría impulsarse aquí una iniciativa que ya funciona en otros países: cantantes, influencers y actores (como, por ejemplo, Julia Roberts) han puesto sus redes a disposición de los científicos para contestar estas mentiras venenosas e idiotas. Tiene razón: hay que hacer algo para evitar que los bulos terminen de achicharrarnos el cerebro. —eps.
*ROSA MONTERO / EDICIONES EL PAÍS S.L. 2020