Yo nací en un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe, que creció gracias al ferrocarril. El pueblo en sí rodea la vieja estación por los cuatro costados. Era una ayuda vital para el pueblo y un motivo de unión con otros pueblos vecinos.
Después vinieron los señores de aquel gobierno y la cosa se bandeó definitivamente. Cerraron ramales, las vías quedaron con inútil testimonio y el país cambió; fue otro.
Ochocientos pueblos argentinos dejaron de existir por la falta de ferrocarril. El daño fue tremendo y muchos lugares dejaron de tener sentido para aquellos que vivimos en grandes ciudades.
El tren era una maravilla. Yo lo tomaba a las seis y media de la mañana, el primero del día, junto con un montón de personas que iban a la ciudad más próxima, en este caso Rosario, a hacer sus tareas, a cumplir con sus obligaciones, a trabajar o a estudiar.
Nos acomodábamos en vagones de segunda con asientos de madera sobre los cuales era difícil mantener los glúteos en condiciones. Así me hice de amigos de distintas calañas, comisionistas, visitadores médicos, empleados, obreros y por supuesto mis pares: los estudiantes.
Era media hora de copiar con los ojos el mismo paisaje y de entretenernos de alguna manera. Fue ahí donde aprendí a jugar al truco de una manera algo digna.
Pienso en los pueblos que han quedado desolados desde aquel entonces cuando los capos decían: “Ramal que para, ramal que cierra” y nos fuimos quedando sin el monótono traqueteo de los vagones que eran arrastrados por una máquina a vapor negra que metía miedo.
Pueblos que han entrado en el territorio del olvido y, sin embargo, siguen con su empeño de existir. Pocas casas, algún almacén llamado de “ramos generales” y una forma de ser simple, de pocas palabras, de contadas intenciones.
“Me gustan los pueblos chicos de gesto antiguo” dice una canción y me toca verdaderamente porque soy de ahí; vengo de ahí y he sabido encontrarle su lado encantador.
La gente vive ignorando el olvido y cada uno, a su manera, se las arregla para subsistir. Son un puñado de casas al lado de un camino y un puñado de compatriotas que no tienen las comodidades que gozamos nosotros. Porque algunos carecen de los servicios más esenciales.
Perduran con sus ilusiones a flor de piel, manteniendo lo poco que tienen, que a ellos les alcanza con una chacrita y alguna majadita de algo para cuidar en la monotonía de sus días.
Si uno les pregunta ¿por qué no se mudan a la ciudad? Seguramente habrán de contestarles: “¿Para qué? Si acá estamos bien, nos conocemos todos y entre todos nos protegemos2.
Gente simple de conversaciones cortas, que aman lo que tienen aunque lo que tienen ni figure en mapa alguno.
Aunque los olvidemos, ellos son también nuestro país; esto que somos, hermanos lejanos que amanecen con un sol que se ve de todos lados y se juntan para contarse sus pequeñas historias.
A veces da envidia de que la felicidad de ellos sea más simple que la nuestra. A veces a uno le dan ganas de ser uno de ellos para conservar las tradiciones y hacer que el pasado nunca muera.