Memoria amorosa del maestro

El profesor Miguel Verstraete poseía una calidad humana extraordinaria, una inteligencia potente y profunda y un sólido y sencillo sentido práctico.

Memoria amorosa del maestro
El profesor Miguel Verstraete poseía una calidad humana extraordinaria, una inteligencia potente y profunda, y un sólido y sencillo sentido práctico.

Conocí a Miguel Verstraete en 1986, cursando el ciclo básico de la Facultad de Filosofía y Letras. Yo venía acostumbrado al estilo cansino y rutinario de los profesores de secundaria. Las clases de Introducción a la Filosofía, por el contrario, eran una cosa muy diferente.

Es fascinante la observación de las personas pensando y tratando de expresarse. El profesor Verstraete reflexionaba en vivo. Se esforzaba por explicar de modo elocuente y a la vez preciso los principios fundamentales de la filosofía. La sucesión de silencios, vacilaciones y ráfagas de discurso nos mantenía en vilo desde principio a fin de la clase.

El profesor Verstraete rara vez se sentaba. Sus clases eran performances dramáticas en las que los conceptos y los razonamientos comparecían también a través de un lenguaje corporal lleno de gestos, ademanes y desplazamientos por el aula. Un aula grande, siempre llena. A pesar de que éramos alumnos de diversas carreras nadie se perdía Introducción a la Filosofía. No faltaban ni los de idiomas.

Esas clases me ayudaron a centrar definitivamente mi vocación profesional. Había empezado la carrera de Historia después de descartar Comunicación. Tenía alguna aproximación a la Filosofía en el colegio, había hecho cursos por mi cuenta. Ahora sabía que mis intereses estarían entre la Historia y la Filosofía.

Usualmente cuando se inicia una carrera humanística no se piensa en el desempeño profesional-docencia, investigación- sino en un genuino interés por saber. No me había detenido a considerar qué haría después de graduarme pero si entonces me hubieran preguntado si quería enseñar, inevitablemente habría pensado en las clases del profesor Verstraete.

Era complicado enfrentarse a los textos de la materia para preparar exámenes. Uno esperaba encontrar allí un respaldo más o menos fidedigno de las clases. Pero se trataba de algo muy diferente. Por un lado había una decisión filosófica: el profesor Verstraete pertenecía la tradición socrática, centrada en el diálogo y recelosa de la palabra escrita. No escribía mucho y publicaba menos. Por el otro había una decisión pedagógica: a partir de esos textos dispersos y fragmentarios no quedaba otra que ponerse a pensar. Después de rendir el examen final no sabía si me había ido bien o mal: aprobé con nueve.

Recuerdo el día en que lo recibimos con un fuerte aplauso después de ser electo decano. Tiempo después me tocó relacionarme con él como presidente del Centro de Estudiantes y como consejero directivo por los alumnos. Era complicado negociar y discutir con el decano Verstraete. De esos años recuerdo en particular una conversación con ocasión de unas elecciones de rector. Estábamos hartos de candidaturas de burócratas y facciosos, o de oportunistas que buscaban hacer carrera política. Gente que no amaba a la universidad. Le pedimos que se presentara. Le dije que prefería perder con la nuestra que con otra. La negativa fue terminante. Anduve bastante tiempo resentido por eso. La explicación llegaría años después: “en esas condiciones hubiera sido imposible realizar un programa mínimo de verdadera política universitaria”. El dictamen no ha hecho sino ratificarse desde entonces.

Después de graduarme me fui a estudiar afuera, pero cada vez que pasaba por Mendoza visitaba al maestro. Cuando le conté que había optado por el doctorado en Filosofía me dijo de forma cortante: “si vos queres ser filósofo tenés que ser un buen historiador”. Mi experiencia ha confirmado repetidamente esta observación. Los buenos historiadores, al igual que el resto de los especialistas en otras ciencias humanas y sociales, son los que penetran en las causas últimas de la realidad que analizan, adquiriendo una profundidad filosófica.

Un día decidí regresar. “¿A quién le venís a sacar el trabajo?” fue la auspiciosa bienvenida que me dio un antiguo compañero de clases ahora profesor de la Facultad. Uno de los poquísimos que me echó una mano franca en el estrecho ambiente académico local fue el profesor Verstraete, que recién había dejado el decanato.

La verdadera valía de un maestro no se descubre mientras se es alumno, sino cuando uno mismo empieza a enseñar. Reencontrarlo como colega fue una enorme fortuna. No estoy muy seguro de ser buen profesor, pero he tratado de hacer docencia con la pasión y el entusiasmo con que lo hacía Miguel Verstraete.

Los encuentros académicos o informales -en particular esos convivios filosóficos que organizaba con tanta dedicación cada año, empezando el otoño- eran una oportunidad magnífica de aprender de él. Era difícil confrontarlo en el plano de las alturas de la metafísica, pero el asunto se animaba cuando bajaba al barro de la filosofía práctica, la política, la moral y la cultura, que eran los temas que más me interesaban. Yo disentía con él en este campo -un crítico de la democracia frente a un demócrata crítico- pero siempre me llevaba algo de esos intercambios.

Miguel Verstraete poseía una calidad humana extraordinaria, una inteligencia potente y profunda, y un sólido y sencillo sentido práctico. Esas tres cualidades se combinaban en él de un modo naturalísimo, sin transiciones abruptas ni contradicciones.

Me gusta imaginarlo integrado al diálogo de sus dilectos Platón y Aristóteles que puede verse representado en “La escuela de Atenas” de Rafael. Pero no es así: en la gozosa contemplación de lo Uno, lo Bueno, lo Verdadero y lo Bello, toda discusión es vana.

Hasta pronto, querido maestro.

*El autor es Profesor de Filosofía Política.

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