Les cuento algo. Esta columna rumbeaba para el lado de la amargura, cocinada al fuego lento de una cuarentena que nos tiene a todos con los ánimos por el piso. Y sí, la idea era despotricar contra esta sociedad que dice, for example, tener a San Martín como máximo héroe (a propósito del feriado de mañana) ¡y ni siquiera nos podemos poner de acuerdo para sostener una batalla digna contra la pandemia! Lo sé, este artículo, como el anciano de Los Simpsons que insulta a las nubes, iba a ir contra media sociedad que pudiendo bancar la parada en su casa, sale a boludear; contra los jóvenes que arman fiestas clandestinas y, parafraseando a Suárez, “toman cerveza del pico”; contra la falta de respeto de las normas, ese deporte nacional que nos ha llevado al top ten de muertes por día en este mundo bajo el inasible Covid. Pintaba todo gris plomizo... hasta que la cosa se puso aún más oscura.
El whatsapp, de repente, se me llenó de mensajes y audios sobre un caso escalofriante. Una nena de 12 años que, con su barbijo blanco y su campera negra, salió a barrer la vereda de su casa del Barrio Antártida, Maipú. A los pocos minutos, cuando su mamá notó que se demoraba más de lo habitual, salió y la niña ya no estaba. Ni en la puerta, ni en la casa de los vecinos, ni en la cuadra. “Estoy desesperada, mi hija desapareció”, fue el alarido que estalló en las redes sociales. Tras ese enjambre digital de pedidos de ayuda, pronto las cadenas humanas empezaron a buscar a la pequeña.
A los pocos minutos todos los medios habíamos publicado el caso. Se escuchaba en la zona el zumbar de los helicópteros de la policía. Y las redes seguían replicando el llanto de esa madre. Habían pasado dos horas, el barrio era un hervidero de personas que querían ayudar pero no había cómo. Ni siquiera se podía abrazar a esa mamá que ya era una sola lágrima.
Aparentemente, porque el caso está en fase de investigación, todo este grito colectivo surtió efecto. Quien decidió tomar del brazo a la menor y subirla a una camioneta, la soltó a varios kilómetros de ahí, en Acceso Sur y Paso, a la buena de Dios. Una doctora, que manejaba su vehículo por la zona, notó a la nenita perdida. La reconoció porque había visto la foto minutos antes en su celular. “La tengo en el auto, la llevo a su casa, avisen a todo el mundo”, dijo por Whatsapp, acelerada. “Un chico me llevó de la mano, y me trajo, quiero ir a mi casa”, lloraba de fondo la nena. Un nuevo enjambre de audios llegó como bálsamo hasta la familia que esperaba el milagro. Un milagro de solidaridad.
Fue entonces que dejé de escribir aquella columna despotricadora, y me puse a pensar cómo a veces las redes que nos separan tanto, que nos agrietan y nos agrian la vida, eventualmente pueden generar puentes de amor. Me detuve en el segundo que aquella doctora (justamente una profesional de la salud) jugó un papel heroico que hizo que hoy la familia diga que “le debe la vida”. Y también, piel de gallina con la actitud de los vecinos que salieron de sus casas acuarentenadas a dar con la niñita, sin que importe más nada.
Los periodistas solemos ser cínicos, amargos y nos pegamos a las malas noticias como la mosca a la mermelada. Pero saben qué, mañana es el feriado que recuerda al libertador que cruzó montañas, el que dijo “Hace más ruido un solo hombre gritando que cien mil que están callados”. Valió la pena dejar de autoflagelarnos, y escribir algo más positivo. Hace algo de justicia con aquel tipo que creyó como ningún otro, que recién cuando la gente se involucra las cosas suceden.