Ninguna encuesta publicada en el país pronosticó el desempeño de Javier Milei en las elecciones primarias, pero todas coinciden hoy en que es el único competidor que entraría seguro a un eventual balotaje. Ese pronóstico puede interpretarse como la reparación de un error o como uno nuevo. Milei cree lo mismo que esas encuestas y prefiere como competidor a Sergio Massa. Hostiga a Patricia Bullrich para sacarla de la carrera, porque sería un rival más duro en segunda vuelta. Milei y Massa configuran juntos un polo populista cuya única amenaza seria es el tercio del electorado que todavía resiste proponiendo un cambio republicano y liberal.
Los conectores entre Massa y Milei son tan claros que sorprende la lentitud con la que procesó esos vínculos no sólo el resto del espectro político, sino también buena parte de la elite dirigencial argentina que incide sobre la dinámica del poder real. Esa capilaridad tan cercana era evidente mucho antes de que el vértigo de la campaña electoral la dejara expuesta. Se observó con nitidez en el armado de las listas de Milei con punteros de Massa y en la fiscalización prestada por los mismos jefes territoriales del peronismo que impulsaron la candidatura de Massa. También en el financiamiento arrimado desde mecanismos como el que mostró el escándalo del puntero conocido como “Chocolate” Rigau en la provincia de Buenos Aires. O la contratación en Aysa -la empresa estatal que maneja Malena Galmarini, esposa de Massa- del estratega digital de la campaña de Milei, Fernando Cerimedo,
Pero hay cercanías conceptuales entre Milei y Massa que exceden la ingeniería electoral y el concubinato financiero. Los tercios electorales de Milei y Massa comparten una misma idea del conflicto social, aunque lo expresan con diferentes narrativas. Massa congrega a quienes consideran que el pluralismo de la sociedad democrática es insuficiente para resolver un antagonismo radical entre el pueblo oprimido y una oligarquía conformada por poderes fácticos que impiden su progreso. En Milei, esa misma dicotomía tiene denominaciones distintas. Milei impugna a una casta de privilegiados que se ha apropiado del Estado congénitamente expoliatorio y reivindica a una ciudadanía incontaminada a la que suele aludir como “fuerzas del cielo”.
Los electores de Massa y Milei también coinciden en una concepción similar del liderazgo. En ambos casos, el poder de enunciación y ordenamiento -el que define quiénes integran el campo propio y quiénes el antagónico- es un poder que reside sólo en el líder político. En Unión por la Patria, esa cualidad performativa aun está en Cristina Kirchner, delegada por necesidad en Sergio Massa. En La Libertad Avanza, esa palabra taxonómica y definitiva es la de Milei. Esta similitud permite entender por qué ambos liderazgos se asemejan tanto en sus rasgos más intolerantes.
Magia y realidad
Donde la coincidencia es más sutil es en la condición de pensamiento mágico que Massa y Milei proyectan como salida para la crisis actual. Para Massa, una vez derrotados los poderes fácticos que conspiran contra el gobierno, las potencialidades de la sociedad argentina se liberarán en un camino indetenible de progreso. La principal dificultad de Massa es que a ese discurso lo trae el kirchnerismo desde 2003. Fue gobierno cuatro veces. Ahora es él. El dólar cercano a mil pesos; la ostentación de Insaurralde, son refutadores prácticos de la magia que pretende inventar. Para Milei, el triunfo de las fuerzas del cielo desatará una crisis mayor, devastadora. Un incendio en el pasto seco que eliminará todas las plagas de la casta y del cual sólo sobrevivirán -mágicamente- las fuerzas del cielo. Sólo en ese contexto se entiende la alegría de Milei por el dólar sin techo. Esto conecta con una similitud más profunda entre ambos populismos. El kirchnerismo primero y el mileísmo después han sido emergentes de un momento crítico en las democracias occidentales por el cambio del “régimen de verdad”; del criterio de validación para distinguir hechos de falsedades.
Cuando ese momento se hizo evidente, tras el triunfo del Brexit en el Reino Unido y de Donald Trump en Estados Unidos, el ensayista William Davies advirtió de un cambio fundamental: la confianza social se desplazó desde las élites tradicionales, cuya razón de ser sistémica siempre fue la obligación de decirle la verdad a los electores, a las tecnologías de exposición. El público percibió que las élites -políticos y periodistas a la cabeza- dejaron de referir los hechos para sólo comentar la filtración de los hechos. El escándalo de Insaurralde, por caso, no apareció por una denuncia política o una investigación periodística, sino por un posteo interesado a través de las tecnologías de exposición. El narrador fue Sofía Clérici actuando como inesperado administrador de leaks. Otro ejemplo: Milei se congratuló con la entrevista del influencer Tucker Carlson. No lo perjudica que lo elogie un fabulador, mientras obtenga el beneficio de la viralización. Milei funciona como fabricante de mentiras porque polariza con Massa, un especialista en ocultarlas.
La conmoción global por la pandemia pausó la reflexión general sobre el auge de los “hechos alternativos” o la “posverdad”. Algunos creyeron que la caída de Trump y la invasión de Putin a Ucrania generarían como reacción una recuperación rápida de la democracia liberal. No es así. En EEUU, Trump logró desmembrar esta semana la línea de sucesión presidencial volteando al titular de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy.
En este contexto, que Macri siga considerando un aliado potencial para una reforma liberal al candidato que acusó falsamente a Patricia Bullrich de detonar jardines de infantes difícilmente pueda entenderse como un tropiezo por candidez. ¿Acaso el expresidente cree que su predicamento social saldrá indemne si triunfa en su país alguna de las dos expresiones populistas, naufraga la esperanza de un cambio republicano y asciende un liderazgo intolerante con nombre de liberal?