Intento escuchar. Me recuerdo a mí mismo en la primera adolescencia, cuando descubrí la música. Es decir, cuando descubrí lo que representaba pensar en la música que oía, seguir algo más que el ritmo pegadizo y la melodía contagiada. Dicho otra vez, y de otro modo: cuando empecé a aprender a escuchar.
Me recuerdo, decía, ejercitando uno de esos anhelos mágicos con los que soñaba, y consistía más o menos en la ilusión de tener para mí solo una de esas disquerías dentro de las que pasaba horas, mirando las portadas de los álbumes que no podía comprar.
Me recuerdo también en la juventud, cuando descubrí la música culta y las papilas auditivas (en el caso de que eso existiera) se humedecían al recorrer los catálogos con todos los discos que yo quería tener para ponerlos a sonar, uno a uno, y saciar esas papilas de a poco, en un éxtasis imposible.
Intento escuchar, justo ahora en que esa fantasía ya es una realidad gracias a un teléfono móvil: en mi mano cabe el aparato que me lleva, justamente, hacia dentro de esa “disquería”. En realidad, a una mucho más grande de la que yo imaginaba, con todos los discos que quise alguna vez, con los nuevos, con los que no quise nunca, con los que no conocía, con los que descarté por horribles, con los que amo aun si son horribles. Todos esos discos que, aunque intento —descubro ahora que los “tengo”— no puedo escuchar en realidad. Porque son demasiados. Porque, si lo intento, ya pienso en el siguiente, y la música pasa por mis oídos como resbala una gota de agua en el mar de la abundancia.
Y es curioso cómo se comprueba algo que la humanidad, o los sabios que nos precedieron, ya sabían: que no es la abundancia sino la calidad lo que da placer, saciedad, conocimiento. Porque, dicho con Octavio Paz —aunque pensara en los ojos antes que en los oídos—: “La mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver”.
Intento escuchar, en suma, en una realidad que conspira contra eso, burlándose con el cinismo de dar a la vez todo sin que podamos aprehender nada. Con el ensañamiento, también, de hacerme responsable de no saber escuchar. Y es que yo aprendí a escuchar cuando todo era diferente y el exceso, acaso, me exige ahora aprender nuevas habilidades para que, otra vez, escuchar sea posible.
Cuando yo aprendí a escuchar, en realidad, era más fácil y más rica la escucha. Lo era por allá por mediados de los 80 y el resto de los 90, y había sido más fácil incluso en años anteriores.
Hay una imagen que recrea el novelista inglés Hanif Kureishi, de aquel momento en que se editó ese disco inmarcesible que es el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de Los Beatles. No tengo la cita a mano, pero él contaba de la fascinación que le produjo un fenómeno único: le tocó ir en auto por una carretera en el día de 1967 en que se había publicado el álbum y, en cada estación que paraba, en cada radio que ponía, podía ir escuchando cada canción como si él lo hubiera comprado. Una comunión sonora, la universalización de un producto artístico que, por un momento, unía a todos los oyentes a la vez, que contemplaban auditivamente esa obra maestra de la cual podían, al terminarla, admirarse y hablar. Porque todos la habían conocido juntos, escuchado al mismo tiempo.
Me pasó también a mí en varias ocasiones, aunque fuera con discos de menor alcurnia. Todos podíamos hablar del disco de Soda Stereo, de Miguel Mateos, de Charly García. El de U2 que fascinaba a medio mundo, el primero de Pink Floyd sin su líder (“¿estás seguro de que es sin Roger Waters?”). Incluso, apenas después, el Nevermind de Nirvana o El amor después del amor de Fito Páez. A aquellos tiempos me refiero.
La buena música no ha detenido su cauce. Pero en ese entonces, si los discos eran muchos y eran buenos, eran más lo último que lo primero. El universo sonoro se parecía al planeta Tierra: grande, pero circundable. Todos podíamos escuchar lo mismo en algún momento y, fuera de gustos, saber que eso era un puente para unir personas antes que disgregarlas.
La dispersión de la música de hoy (traslade el lector la analogía a lo que desee) dice mucho de lo que somos también como sociedad. Lo que se puede compartir va desvaneciéndose, como las manos de Michael J. Fox en la guitarra en esa escena maravillosa de Volver al futuro. Somos átomos desacoplados, no ya células de un organismo cultural que se nutre de la misma sangre musical. Somos mónadas y no hay un cielo musical, y menos un Dios, que nos una. Así que vamos a la deriva. “Tanto, tanto ruido”, diría Sabina. Tanto que hemos olvidado cómo escuchar.