A las puertas de una segunda oportunidad para gestionar con solvencia mínima la emergencia sanitaria, la ineficiencia del Gobierno nacional pudo más: frustró la expectativa de una vacunación rápida y efectiva; una esperanza que había fogoneado con ansiedad para dar vuelta la página del año horrible de la pandemia y encarar el año desafiante de su primer examen electoral.
La secuencia de decisiones oficiales sobre la compra, traslado y distribución de alguna vacuna efectiva contra el coronavirus no pudo ser más sinuosa y torpe. El Presidente anunció tempranamente la alianza estratégica del país con el desarrollo de la vacuna de Astra Zeneca, en colaboración con la Universidad de Oxford y la participación del empresario Hugo Sigman. Esa opción desplazó las negociaciones con la empresa Pfizer a la que recurren hoy los países desarrollados para enviar el potente mensaje político de la vacunación en marcha.
Cristina Kirchner y Axel Kicillof impulsaron luego un giro hacia Rusia, para la provisión de la vacuna Sputnik, cuyo proceso de investigación venía controvertido por acelerar etapas más allá de lo recomendable por los protocolos científicos. Esa duda le estalló en las manos a Alberto Fernández cuando el líder ruso, Vladimir Putin, comunicó en persona una certeza: no se puede aplicar su vacuna a los mayores de 60 años, el grupo de riesgo adonde la pandemia se ha cobrado este año en Argentina la mayor parte de los más de 40 mil muertos oficialmente registrados.
El discurso destartalado sobre un nuevo operativo épico de los gremios aeronáuticos para transportar la vacuna rusa en las horas previas a la Navidad pasó a un segundo plano: Putin aclaró que lo que van a traer no sirve para quienes más lo necesitan.
El Gobierno entró en una conmoción política con esas novedades. Herido otra vez de cara a la sociedad por el espectáculo chambón de su gestión sanitaria, intentó mostrarse unido en el momento adverso. Axel Kicillof propició el escenario.
No se trata de una circunstancia menor para el Presidente. El mito de la unidad de su espacio es central en la narrativa política de Alberto Fernández: reitera cada vez que puede que la virtud original de su gobierno es haber reunido otra vez a Cristina y sus detractores internos para cerrar la fisura por donde se coló el triunfo de Mauricio Macri.
El Presidente suele exagerar esa condición al punto de convertirla en la piedra filosofal de su mirada política. Como si en la condición de la unidad -de indiscutible eficacia electoral en 2019- estuviese garantizada automáticamente la eficiencia de su gestión. Una suerte de creencia mágica en la inmanencia virtuosa de todo amontonamiento en torno al fogón del oficialismo que lo hace prodigar elogios a tribus inconciliables, sin un programa estratégico que defina la conveniencia o no de su cercanía.
Aun así, Cristina desairó esas expectativas. Aunque Alberto Fernández hizo un nuevo gesto de sumisión recordándole a su vice que hizo todo lo que ella le dijo, recibió en público un mensaje desencajado contra sus ministros. Los mismos que el Presidente designó, los mismos que el Presidente supervisa.
Cristina está dando señales de impotencia y nerviosismo. La primera de sus ansiedades irresueltas más recientes fue la filípica que escribió para presionar a los miembros de la Corte Suprema de Justicia. La segunda señal fue el reproche a los ministros divagantes del Presidente.
El conflicto con la Corte es un enfrentamiento personal que la Vice intenta maquillar como una visión alternativa de la democracia. El formato actual de la división de poderes está en la Constitución. Cristina trabajó en ella de puño y letra en 1994, junto a buena parte de la dirigencia política argentina y de miembros actuales del máximo tribunal de la Nación.
Podría argüir que su paso por el Poder Ejecutivo la aleccionó sobre las dificultades de la disputa entre las instituciones democráticas y los factores de poder. Sería un argumento poco creíble: un equipo político como el clan Kirchner, que participó en la privatización y en la estatización de YPF y ahora querella a los involucrados de ida y vuelta en el juzgado neoyorquino de Loretta Preska ¿puede decir que se enteró tarde de la dialéctica entre la arquitectura institucional de una república y los poderes fácticos?
Un prontuario frondoso también puede ser decorado con ideología. La fiscal ante la Corte Internacional de La Haya acaba de decirlo a propósito de los crímenes de lesa humanidad de la dictadura venezolana.
La Corte se mantuvo en sus trece tras el ataque de la Vice. Con elegancia, uno de sus miembros desgranó una reflexión genérica: “Cuando un conflicto toca la puerta de la Justicia es porque no pudo ser resuelto amigablemente. La judicialización es el fracaso de la concordia”. Lo dijo Horacio Rosatti, con una aclaración significativa: vale también para la política. Con un agravante: que la falta de percepción de ese fracaso termina por naturalizar la tercerización de las responsabilidades.
Hay un colmo para esa irresponsabilidad: que los actores políticos primarios que estaban obligados a encontrar una solución se conviertan en espectadores y juzguen desde la platea las decisiones judiciales como si ellos mismos fueran el tribunal al que recurrieron para delegar su fracaso en la búsqueda de consensos.