Un viejo teórico de la izquierda italiana solía decir que la virtud de una democracia depende no sólo de las virtudes de su gobierno, sino sobre todo de la calidad de la oposición. La idea suena como una descarga excesiva de responsabilidades sobre aquellos que en realidad no gobiernan. Pero el objetivo de esa idea no era valorar, sino describir. Como recurso metodológico, encierra una verdad: la oposición es la que establece el umbral mínimo de calidad del sistema. Su fragilidad es el nivel testigo.
Con el acto que encabezó en Plaza de Mayo, Cristina Kirchner concluyó una tríada de movimientos tácticos pensada para reacomodar a su espacio político tras dos derrotas electorales consecutivas. El primero fue la desestabilización del gabinete ministerial después de las Paso. El segundo fue su mensaje tras la derrota del 14 de noviembre, donde abrió paso a la ejecución de un ajuste económico, anunciando su abstención. El tercero fue la reciente prestidigitación en la Plaza: el comienzo de una venta gradual del ajuste a su militancia.
Como la oposición le había dejado servida en bandeja una fractura expuesta, Cristina pudo sobreactuar con mayor naturalidad una versión atenuada de su propia disputa interna: con Alberto Fernández, desglosando escenas de matrimonio desavenido sobre un futuro inminente de ajuste económico, que ambos saben inevitable. Ese tira y afloje entre el tablado y la lapicera, entre Cristina que advierte sobre el choque y el Presidente que recomienda tranquilizantes, suena cada vez más impostado.
El acto en Plaza de Mayo estuvo en las antípodas de una celebración democrática. Pensado y gastado como una movilización del aparato oficialista, todo su contenido fue una nostalgia de hegemonía. De la hegemonía que acarició el kirchnerismo en los años dorados del viento de cola exportador. Y de la que ensueña hoy, con muchos menos votos.
Si bien se mira, de todos los protagonistas de la plaza, el más destacado fue el que estuvo ausente y mandó una carta excusándose: el FMI. Lula Da Silva asistió como decoración de lawfare y promesa de triunfo ajeno. José Mujica se dormía cuando lo despertó con delicadeza la protagonista de aquella confesión indecible: “Esta vieja es peor que el tuerto”. Morir, dormir, tal vez soñar. Un aporte hamletiano.
En cambio, al FMI lo sacudieron de frente mencionándolo como el golpista que volteó en democracia a dos gobiernos radicales. Y sin embargo llegó a la plaza con puntualidad, enviando desde Washington un menú de condiciones: bajar la inflación, reducir el déficit fiscal, promover la inversión extranjera directa, frenar la emisión monetaria. Sin eso no hay acuerdo; gracias por el cotillón.
Cristina sabe que camina hacia el ajuste: en acuerdo o sin acuerdo con el Fondo. La plaza propia que tuvo que empujar con un subsidio al transporte y la anterior que armó la CGT para Alberto son dos fracciones con el mismo objetivo: encolumnar al Frente de Todos, en defensa del Gobierno, frente a un choque inevitable.
La oposición percibe que esa situación es irreversible y que el impacto le abrirá un espacio de crecimiento político. Esa perspectiva la tensiona tanto o más que el triunfo reciente para disputar posiciones y es un vector poderoso, centrífugo, fragmentador.
De todas las argumentaciones que esgrimen los dirigentes opositores para justificar una diáspora que venía creciendo desde antes de la elección -pero que no fue sincerada sino hasta después del voto-, ninguna apunta a responder una pregunta central: qué hará cada bloque al momento de votar el ajuste en el Congreso.
Una punta de por dónde puede asomar el posicionamiento opositor fue provista ayer por Luciano Laspina, diputado por el PRO. Laspina señaló un dato clave: por la ley de sostenibilidad de la deuda pública que se sancionó en febrero de 2020, por primera vez un acuerdo con el FMI deberá ser aprobado por el Congreso y eso abre una serie de interrogantes.
El primero es que el Congreso no vota planes económicos, sino que sanciona leyes. Se ignora si el programa plurianual prometido por el Gobierno forma parte del acuerdo final con el FMI o de la negociación previa. Son cosas distintas. El segundo problema es que el Congreso no aprueba leyes fiscales plurianuales, sino presupuestos anuales. Aunque haya sancionado en el pasado normas más bien similares a una carta intención: la ley de responsabilidad fiscal de 2004 o la de convertibilidad fiscal de 1999.
Para Laspina, el Congreso no está constitucionalmente llamado a debatir ni las pautas inflacionarias, ni las metas plurianuales, ni el régimen cambiario que el oficialismo acuerde con el FMI y debería limitarse a autorizar o rechazar la operación de crédito que el Poder Ejecutivo pida aprobar. Pero en ese caso, el oficialismo debería concurrir al Parlamento al menos con el acuerdo cerrado y firmado en un nivel inicial que se denomina staff level agreement. Es decir, con el consentimiento de los técnicos de línea del Fondo Monetario Internacional.
Una verónica con sólidos argumentos técnicos se prepara para recibir el empujón de corresponsabilidad para el cual el oficialismo viene juntando envión. Con su épica de hegemonía raída y sus facciones enfrentadas manifestando por separado, de cuando en cuando en la Plaza de Mayo.