El pasado 25 de mayo la antigua plaza de la Victoria (como era llamada desde la expulsión de los ingleses hasta la celebración del primer año de la Revolución) volvió a convertirse en escenario de la política nacional. Allí, tuvo lugar el acto que lideró CFK frente a la multitud movilizada en el que conmemoró los 20 años del ascenso al poder de su difunto esposo, y trazó la agenda con la que aspira a remontar la deriva del gobierno del que forma parte y al mismo tiempo esquiva a raíz de los magros resultados para domesticar la inflación que carcome salarios e ingresos, atemperar decepciones o frustraciones y frenar la fuga de adhesiones populares que quedó a la vista en las últimas elecciones legislativas y pronostican la mayoría de las encuestas de opinión. La evocación de los años de prosperidad relativa en base a políticas públicas inclusivas diversas que aumentó el gasto público y terminó por pulverizar las arcas fiscales, expuso la pretensión de remarcar la discontinuidad con la administración de quien instaló como candidato para recuperar el poder perdido en 2015 mediante un Twitter sabatino que alteró el tablero político instalando a un presidente sin poder propio en la cumbre del poder ejecutivo nacional. Esa demostración del capital político que aún retiene de manera casi exclusiva la enfrenta, sin embargo, al dilema de controlar la sucesión dirimida en “la danza del trío de candidatos imperfectos” (como señaló Liotti) para traccionar la oferta electoral y llegar al ballotage en los comicios generales.
La conmemoración de la efeméride patriótica, el célebre 25 de mayo que se festeja sin interrupciones desde 1811, y el recuerdo de los 20 años de hegemonía del matrimonio presidencial, coincidió con otra celebración del calendario festivo peronista: el ascenso al poder de Héctor J. Cámpora en 1973 que anticipó el regreso y el gobierno del último Perón carcomido ya por la faccionalización gubernamental y la espiral de violencia política solo superada por los años de plomo de la última dictadura militar. Ninguna alusión al acontecimiento tuvo lugar en el discurso de la vicepresidenta que se vistió de celeste y blanco para la ocasión y estuvo escoltada por su familia y el elenco de aliados estables u ocasionales. En su lugar, CKF no sólo evocó la reconstrucción del poder estatal liderada por su esposo que le permitió honrar la deuda externa heredada de gobiernos anteriores, recuperar el salario real y promover el bienestar social; en su arenga también increpó a sus adversarios viejos y nuevos, en particular, el FMI, la Corte y la oposición. A su vez, subrayó la vigencia de “Néstor en el corazón del pueblo” para luego enfatizar, como de costumbre, su propia filiación con la tradición nacional y popular de la que ningún “otro” participa ni habrá de participar en tanto “Ella es del pueblo y nunca fue de ellos ni lo será”.
Concluido el acto, no fueron pocas las voces que se alzaron en contra del uso político y partidario de la fecha que recuerda los orígenes de la nación y por ende interpela a la completa ciudadanía argentina más allá de sus preferencias e identidades políticas. Sin embargo, la lente puesta en la estricta coyuntura puede entorpecer la comprensión del modo en que la exhibición pública del vínculo entre el liderazgo construido y sus fieles simpatizantes reactualizó el ritual material y simbólico en el centro de poder fundacional del peronismo clásico, como de experiencias políticas previas a 1945. Como señaló Silvia Sigal en un libro que dedicó a analizar los sentidos y usos políticos de la memorable plaza en el largo plazo, esa genealogía se remonta no solo a mayo de 1810, sino que hila el lazo trabado entre Juan Manuel de Rosas y sus bases sociales urbanas nutridas por contingentes de afrodescendientes porteños libres o esclavizados, y alcanzó al general José F. Uriburu, uno de los artífices del golpe cívico militar que destituyó a Yrigoyen, quien prestó juramento desde el balcón de la Casa Rosada ante el “pueblo” o ciudadanía adicta reunida en la plaza con la intención de remplazar el vacío de las urnas a través del apoyo plebiscitario y que excluía a los devotos del líder popular depuesto y conducido al presidio de la isla Martín García.
Aun así, lo sucedido en la plaza y sus resonancias públicas puso de relieve un nuevo capítulo de la batalla cultural enmarcada en creencias de amplísimo arraigo en la cultura política argentina. Mas de una vez, los historiadores han señalado los términos de dicha confrontación: de un lado, la idea de la unidad compacta y sin fisuras del “pueblo” o la “nación”, que conduce a la disputa por su apropiación, por su definición y por la vocación de excluir a la oposición, generalmente definida como expresión del “antipueblo” o de los traidores de la patria. Del otro, la idea o convicción de la diversidad y el pluralismo político como piedra de toque de la democracia republicana. Uno y otro dirimen un debate nunca resuelto o acabado que atañe a la morfología de las tradiciones políticas argentinas que arrancan en el siglo XIX, el siglo del liberalismo político, que fundó los cimientos del pacto constitucional en base a la idea de la “fusión de partidos” como opción única para reunir la disconformidad y soldar el edificio institucional de la república representativa y federal. Una idea o convicción que estuvo lejos de navegar en soledad, sino que guardaría relación con la asociación entre partido político y nación.
En un influyente ensayo, Tulio Halperin Donghi, adujo que el “unanimismo” constituía una herencia controversial del pasaje de la república posible a la república verdadera que había imaginado Juan B. Alberdi en tanto enlazaba la tradición del Partido de la Libertad conducido por Bartolomé Mitre, la de la Unión Cívica Radical fundada por Leandro N. Alem y las experiencias democráticas de masas lideradas primero por Hipólito Yrigoyen, y más tarde por Juan Perón y sus herederos ubicados en el amplio espectro de las derechas e izquierdas, y que modela el imaginario y estilo político del kirchnerismo.
Se trata por cierto de una tradición política de largo arraigo y en la que, como señala Natalio Botana, es difícil depositar algún tipo de confianza para radicar el “pluralismo político responsable” que debe sustentar el juego electoral democrático, la participación ciudadana y la conversación pública. Una tarea sin duda difícil pero que se torna necesaria ante el descrédito de la política y de los políticos prácticos, los alarmantes indicadores de desigualdad y desintegración social y las promesas truncas y al mismo tiempo vigentes de la democracia a cuarenta años de su recuperación.
* La autora es historiadora. INCIHUSA CONICET UNCuyo