El origen del radicalismo está en la revolución decimonónica (1890) contra un sistema conservador opresivo, que imponía el “fraude patriótico” y acumulaba riquezas en una minoría, negando derechos laborales elementales a la inmensa mayoría. Un tiempo al que se asomó la aguda mirada de Hugo Alconada Mon para escribir su novela, La Cacería de Hierro, y cuyo modelo socio económico describe como “oligárquico-conservador” basado en la explotación brutal de las grandes mayorías. Por eso generó estupor y vergüenza ajena ver un grupo de radicales que cambia de posición de manera impresentable, para apoyar a un gobierno cuya ideología señala al radicalismo de Alem y al yrigoyenismo, además del primer peronismo, como la causa de todos los males de la Argentina.
Javier Milei es cuestionado por economistas y pensadores liberales, incluso algunos que se autodefinen “libertarios”, que lo describen como “marioneta” de fondos de inversión a los que va de rodillas a ofrecerles yacimientos de distinto tipo, otorgando concesiones lesivas para el Estado y para el país. Ergo, para cuestionar las políticas del presidente ultraconservador de Argentina no es preciso ser trotskista ni socialdemócrata ni populista de corte kirchneriano. Sólo hace falta no consumir sobredosis de ideologismos y dogmas que impongan lecturas unidimensionales, según las cuales si se hace “A” sí y solo sí se destruye “B”.
Esa mirada ideologizada sentenció que mejorar el ingreso de los jubilados implica inexorablemente destruir el objetivo del equilibrio fiscal, como si no pudieran replantearse tanto los gastos como las resignaciones de ingresos del Estado que ha impuesto el gobierno, por ejemplo reduciendo impuestos a grandes riquezas, para priorizar el mejoramiento de la calamitosa situación por la que atraviesa un sector vulnerable de la sociedad.
Un puñado de radicales asumieron ese razonamiento conservador y votaron contra un gran logro de su propio partido en el Congreso: la aprobación de una iniciativa radical que ellos mismos habían votado.
No tenían que optar entre la fidelidad partidaria a costa del descalabro de la economía, o el ordenamiento económico a costa de la traición al partido que representan. Que lleve años en derivas y carezca de dirigentes de fuste no implica que el radicalismo sea un populismo estatista y antiliberal que se desentiende de las reglas de la economía. Con todas sus medianías, es un partido centrista, principalmente de las clases medias, en el que conviven ideas y valores liberales con convicciones socialdemócratas, por lo tanto su espíritu no está en el terreno del populismo desvariante ni del dogmatismo ideológico ni del conservadurismo oligárquico que, en su versión siglo 21, quiere demonizar valores como la equidad y la “justicia social” para justificar que el Estado sea reemplazado por el poder hegemónico de un puñado de empresas monopólicas.
Que tras haber votado a favor de una ley de su propio partido que podía ser corregida, por caso discriminando incrementos entre las mayoritarias jubilaciones más bajas y las minoritarias jubilaciones altas (por ejemplo la de los magistrados judiciales y otros rubros económicamente privilegiados), giraron en U para votar el veto sobre la totalidad de la reforma jubilatoria con que Milei liquidó una mínima distribución de riqueza. Tan mínima que ni llegaba a ser distribución de riqueza.
La cuestión no es buenas jubilaciones financiadas con déficit fiscal, o equilibrio fiscal logrado con jubilados pauperizados. La cuestión está en las prioridades con que el gobierno nacional asuma la instrumentación del equilibrio fiscal. Que a eso no lo entiendan los miembros más recalcitrantes de La Libertad Avanza o del ala más conservadora del PRO, es entendible. Pero que no lo entiendan dirigentes que llegaron al Congreso Nacional desde las filas de la UCR es desconcertante.
La opción no es cambiar la economía para desterrar el déficit, o volver al estatismo deficitario de Cristina Kirchner. La opción imprescindible está en ver cómo equilibrar el peso de ese cambio necesario: si hacerlo empobreciendo a sectores vulnerables, o hacerlo recortando otros gastos y buscando más recaudación en sectores económicamente fuertes, sin desalentar la inversión ni renunciar al equilibrio fiscal.
Por cierto, es difícil. Está claro que la manera más fácil, que podría hacer cualquier gobernante, es hundiendo un sector haciéndole pagar el grueso del ajuste.
Las opciones no son necesariamente las que plantea el gobierno. La dicotomía Milei o Cristina, es una falacia que sólo les sirve a Milei y a Cristina. La cuestión es debatir de dónde sale la financiación, de manera que no incluya como fuente el incremento del déficit.
Cómo hacer un capitalismo competitivo, con inversiones y sin déficits inviables, sin volver al conservadurismo oligárquico que describió acertadamente Alconada Mon.
* El autor es politólogo y periodista.