Podrían contarse por cientos las diferencias entre el “Pacto de la Moncloa” firmado em 1977 en España durante el gobierno de transición de Adolfo Suárez por los partidos con representación parlamentaria (incluyendo un importante apoyo sindical y empresarial) y la reforma de la Constitución Nacional argentina en 1994 que en lo esencial fue un acuerdo político entre el alfonsinismo y el menemismo (se llamó “Pacto de Olivos”) , pero que recibió aportes de todos los partidos que fueron votados para integrar la convención constituyente (en particular el Frente Grande conducido por el “Chacho” Álvarez e innumerables partidos provinciales).
Los pactos de la Moncloa garantizaron con mayor solidez el paso de la dictadura de Franco a una democracia constitucional permanente y además contuvieron acuerdos económicos frente a la crisis de aquel momento que vivía España. Fue un acuerdo fundacional.
La reforma de 1994 tuvo fines menos altruistas: básicamente buscaba la reelección del entonces presidente Menem que la Constitución de 1853 (con sólidas razones) no permitía. La llave de su apertura estaba en manos del expresidente Raúl Alfonsín, porque Menem había intentado todas las formas posibles de lograr su reelección sin el acuerdo con el radicalismo, pero no le daban los números legislativos.
Al principio todo indicaba la oposición irreductible de Alfonsín (en ese entonces un político muy criticado socialmente por el fin abrupto y anticipado de su gobierno al no haber podido domar la crisis económica que había generado una hiperinflación y que Menem luego de muchas dificultades pudo contener, pero a la vez jefe indiscutido del radicalismo) a la reelección que el riojano anhelaba, pero lo cierto es que luego se supo que en el más absoluto de los secretos el líder radical hacía tiempo que venía conversando con los peronistas la posibilidad de una reforma constitucional amplia pero acotada a través de acuerdos partidarios.
Así, incluso sin que muchos radicales lo supieran (ni lo quisieran) se anunció públicamente el pacto de Olivos y junto a él la convocatoria a elección de convencionales para la reforma de la constitución nacional basada en un acuerdo que estaba sostenido en un “Núcleo de coincidencias básicas”. Vale decir, una reforma que si bien no tocaba ni una coma de la parte dogmática de la Carta Magna, los artículos a reformar eran un todo indivisible, porque no se podía variar en lo más mínimo lo que se encontraba dentro del núcleo. Es sabido que una vez constituida la Asamblea por el voto popular, los “constituyentes” están por encima de los “constituidos” (vale decir, por encima de la totalidad de los poderes de la República) y si quisieran podrían hacer los cambios que ellos por sí solos decidieran en el debate constitucional. Para evitar eso se hizo el “pacto” y el “núcleo de coincidencias”. Se suponía que la suma de peronistas y radicales serían suficientes para tener la mayoría necesaria a fin de no variar nada del acuerdo previo. A muchos ésto les desagradó porque si bien garantizaba que ni peronistas ni radicales incumplirían los acuerdos previos, a la ver la Convención no era convocada para discutir nada, sino para avalar lo pactado anteriormente. Casi como una escribanía, para avalar lo ya firmado.
El tema político de fondo del acuerdo era la autorización a la reelección presidencial pero con una duración del mandato de cuatro años en vez de seis, como era hasta ese entonces. A cambio el radicalismo quería un tercer senador perteneciente al segundo partido más votado en cada provincia y un conjunto significativo de modificaciones tendientes a atenuar el presidencialismo de la Constitución de 1853 por un sistema semiparlamentario y de democracia semidirecta. Coincidían ambos partidos en agregar instituciones extrapoderes de control y derechos de tercera generación (desde la defensa del medio ambiente a la protección de los pueblos originarios).
Ahora bien, lo cierto es que distintas variantes tanto de los dos partidos firmantes como de otros alternativos, manifestaron su resuelta oposición. Algunos a la reforma en sí (sobre todo los partidos conservadores y liberales que no querían tocar un punto de la Constitución de 1853) y otros a la reelección del presidente (porque lo suponían un avance en la hegemonía del menemismo que se estaba consolidando). La sociedad, en general, por una cosa o por la otra, tampoco se mostró demasiado propicia a la reforma. Como se vería después, aunque parezca contradictorio (y de hecho lo fuera) que Menem continuara en el poder un periodo más era bien visto por la mayoría (sobre todo por su éxito con la convertibilidad que había domado la inflación) pero a casi nadie le gustaba reformar la Constitución, como si ello abriera una caja de pandora.
Así, de acuerdos entre sectores antimenemistas del peronismo renovador y del progresismo ideológico se conformó primero el Frente Grande que participaría en la Constituyente pero se opondría a votar el “Núcleo de coincidencias”, y luego en la elecciones generales se constituiría como el Frepaso para enfrentar a Menem, sumando el Frente Grande del “Chacho” Alvarez y el peronismo renovador de José Octavio Bordón. Tanto el Frente Grande en la elección constituyente como el Frepaso en los comicios generales harían un dignísimo papel frente al pacto peronista-radical, no pudiéndoles ganar pero poniéndole al mismo límites razonables y necesarios para que Menem no intentara avanzar hacia el poder absoluto.
Algunos hablaron de la claudicación de Alfonsín, pero sus defensores sostenían que de un modo u otro Menem, con el poder que le daba su triunfo económico y su predominio político, sería imparable en su objetivo reeleccionista con o sin el radicalismo, por lo que convenía pactar con él evitando que avasallara el sistema institucional. Además, Alfonsín siempre supuso que se necesitaba una reforma constitucional que expresara los cambios producidos en el país, que fuera de algún modo la expresión de síntesis de la nueva democracia gestada en el 83. Una democracia que había tenido durante su gobierno e incluso durante el de Menem varios intentos de golpe de Estado e incluso una insurrección terrorista. En ese sentido veía a la reforma constitucional como una consolidación definitiva del sistema republicano. Prefería más controles al exceso del poder aunque a cambio debiera ceder en la reelección.
La elección la ganó el peronismo pero con números bajos. Para el radicalismo en cambio los resultados fueron desastrosos porque a su electorado mayoritariamente no le gustó el pacto. Por eso sus votos se fueron hacia las alternativas opositoras.
En Mendoza, por ejemplo, el peronismo que había sacado el 53% de los votos en las legislativas de un año atrás, en la elección constituyente bajó al 38%. Y el radicalismo salió tercero cómodo mientras que el segundo lugar, cerca del primero, fue ocupado por el Partido Demócrata que ideó una original propaganda electoral de “no votar el paquete cerrado” en alusión al Núcleo de coincidencias entre peronistas y radicales.
Visto desde esta perspectiva, contada la historia desde la cotidiano, los intereses coyunturales parecen haber primado sobre los grandes asuntos del país en la reforma constitucional. Pero es que en general casi siempre las cosas ocurren así en los debates políticos. Y en casi todo en la vida. También en la Constitución de 1853 de la cual hoy se resaltan sobre todo sus grandezas, hubo conflictos sectoriales en su gestación, en particular el feroz enfrentamiento entre Buenos Aires y el interior. Pero esas miserias humanas que en el momento de su concreción son casi las únicas cosas que se ven, al final quedan como hojarasca y lo que permanecen son las cuestiones trascendentes, que también siempre existen en cada hecho histórico importante.
Una experiencia que quien esto escribe vivió personalmente fue la de escuchar al Chacho Alvarez dentro de la convención constituyente (en momentos en que era uno de los líderes peronistas más populares del país: él junto a José Bordón eran considerados las dos alternativas progresistas y renovadoras a Menem, mientras que la opción conservadora, peronista clásica, era Eduardo Duhalde) cuando afirmaba que ver a Alfonsín hablar ante el resto de los convencionales suscitaba una admiración impresionante en todos los presentes. El Chacho decía más o menos así: “Cuando voy por las calles lo único que escucho sobre Alfonsín son críticas durísimas, ya sea por el fin estrepitoso de su gobierno o porque claudicó frente a Menem, pero cuando lo veo pararse en la asamblea constituyente y exponer, parece alcanzar una entidad muy superior a la de todos nosotros, como si ya hubiera entrado en la historia y hablara desde allí”. Y era efectivamente así, Alfonsín -aunque entonces no todos lo supieran- había devenido un personaje trascendente en tanto fundador de una democracia que lo sobreviviría y, luego se vería, la historia lo trataría mejor de lo que lo trataron sus contemporáneos (aunque hay que reconocer que en su afán por defender una democracia a la que creía más vulnerable de lo que finalmente resultó ser, llegó a acuerdos muchas veces discutibles con los diversos peronismos que lo sucederían y, por el contrario, a una actitud de demasiada intolerancia con el gobierno de De la Rúa).
Además del porte histórico de Alfonsín, lo que también resultó históricamente notable en los debates constituyentes fue el primer discurso de la en ese entonces desconocida Elisa Carrió, quien dirigiéndose a Alfonsín, le recriminó su pacto con Menem, pero con cariño, casi como un hija dolorida frente a la claudicación de su padre. Alocución que ella hizo con respeto y que Alfonsín escuchó con igual respeto. Demostrando su grandeza política, que la tuvo más allá de las críticas por sus actuaciones puntuales en y después de su presidencia.
Hoy en día, la sociedad argentina en general evalúa con respeto al líder radical y la historia es cada vez más comprensiva con su actuación pública, pero algunos dirigentes lo insultan de una manera procaz inmerecidamente. Personajes que deberán subir aún muchos escalones para ponerse a la altura de Raúl Alfonsín.
Lo cierto es que a lo postre todos aportaron para lograr una reforma que no se opuso sino que sumó a la Constitución de 1853 actualizándola y que en forma bastante precisa (ahora lo vemos mejor que en aquel entonces) sintetizó el modo en que las teorías constitucionales se habían traducido en las prácticas y pensamientos de los partidos políticos que en su conjunto representaban a la sociedad argentina que estaba por entrar al siglo XXI. En ese sentido tuvo que ver con el Pacto de la Moncloa, en sintetizar las ideas político-institucionales de un país que, como España, estaba construyendo su república democrática.
El “Núcleo de coincidencias básicas” lo escribieron los principales constitucionalistas del peronismo y del radicalismo, muchos de los cuales aún hoy ocupan cargos institucionales importantes (entre ellos dos son miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación), pero a ello -ya en el debate en la convención- se le sumaron otros aportes, como por ejemplo la propuesta del Frente Grande de incorporar a la Constitución Nacional los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, lo cual fue y sigue siendo una idea de avanzada, que consolida aún más las garantías individuales y colectivas de los argentinos.
Hubo incluso un debate que aún está pendiente porque en aquel momento (y quizá aún hoy) los intereses políticos y sectoriales no estaban dispuestos a permitir: la cuestión federal. Lo que salió acerca de redactar una nueva ley de coparticipación e incrementar la autonomía municipal era lo acordado entre los principales partidos. Pero en las charlas de la Convención se fue conformando informalmente una nueva alianza que sumaba al Frente Grande, al radicalismo (con no muchas ganas de Alfonsín, pero quien al final terminó aceptando), a una parte del peronismo renovador (que incluía al mendocino de Bordón e incluso al santacruceño de Kirchner) y a prácticamente todos los partidos provinciales liberales y conservadores. Una alianza que en líneas generales proponía iniciar un camino para dar vuelta el sistema de coparticipación: que las que recaudaran los principales impuestos nacionales fueran las provincias y que entre todas proveyeran recursos al gobierno nacional y al equilibrio federal. Una idea estructuralmente fundamental de la cual a veces algunos hablan en el gobierno de Milei, pero por ahora no van mucho más allá. Y en aquel entonces, pese a tener un consenso importante, quizá mayoritario en la Convención, contó con una feroz resistencia del menemismo que hizo todo lo posible (algunas cosas al borde de la ilegalidad) para que no se concretara. Pero que aún así hay que sumar al espíritu con que se conformó aquella reforma constitucional que acaba de cumplir 30 años. El sueño de un país federal en serio, no de una fachada como hoy lo somos.
En fin, que pasadas tres décadas, ya es posible comenzar a mirar con los ojos de la historia lo que pasó en aquellos momentos y ver de qué modo lo sumamos a la construcción de un país mejor que tanto nos está costando iniciar.
* El autor es sociólogo y periodista. Fue Convencional por Mendoza en la reforma constitucional nacional de 1994. clarosa@losandes.com.ar