A partir de 1830 la política imperial francesa se intensificó en varias regiones del mundo e hizo pie en la Confederación argentina liderada por, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas. Para entonces, una escuadra naval bloqueó el puerto de Buenos Aires en respuesta a la negativa oficial de atender los reclamos del gobierno francés. El conflicto se prolongó hasta 1840 cuando un tratado entre ambas naciones dio por concluido el conflicto. En ese lapso, y mientras los opositores del gobernador de Buenos Aires en ejercicio de las relaciones exteriores de las provincias confederadas eran combatidos en cada rincón del país, el poder de Rosas se fortaleció y su desempeño fue reconocido por San Martín desde su residencia en París. Lo hizo mediante el envío de tres cartas; dos fechadas en 1838 y la restante al año siguiente en las que había ofrecido, a pesar de su vejez, sus servicios militares “como buen americano” reactualizando sus convicciones sobre los justos derechos de los Estados de América. En respuesta a la misiva, Rosas le propuso integrar una comisión para llegar a algún arreglo, invitación que San Martín desistió con cortesía sin dejar de señalar el exitoso desempeño del jefe de la “República Argentina” en la defensa del “orgullo nacional” ante el gobierno encabezado por Luis Felipe de Orleáns. Cinco años después, la valoración de San Martín sobre la conducta pública del Restaurador de las Leyes volvió a hacerse patente para cuando la penetración forzosa de una flota anglo-francesa en el río Paraná fue resistida por el accionar de la fuerza militar y naval liderada por el general Lucio N. Mansilla y de los pobladores rurales. A pesar de la derrota, el combate de Obligado del 20 de noviembre de 1845 gravitó a favor del liderazgo de Rosas y adquirió enorme repercusión entre publicistas y políticos latinoamericanos al erigirse en testimonio firme de la defensa de la soberanía nacional.
En aquella oportunidad, el legendario guerrero de la independencia sudamericana había tomado posición contra la agresión imperial en las páginas del Morning Chronicle la cual fue recogida por la prensa rosista para ganar adhesiones en la opinión pública europea y latinoamericana. A su vez, San Martín en persona tomó papel y pluma para hacerla expresa ante el mismo Rosas en los siguientes términos: “la injusta agresión y abuso de la fuerza de la Inglaterra y la Francia contra nuestro país, este tenía aún un viejo defensor de su honor e independencia. Ya que el estado de mi salud me priva de esta satisfacción, por lo menos me complazco en manifestar a V. estos sentimientos, así como mi confianza no dudosa del triunfo de la justicia que nos asiste.” Lo hizo el 11 de enero de 1846, dos años después de haber labrado su testamento en el que le había legado el sable que había lucido en sus batallas militares. Un acontecimiento intimo o personal, labrado ante un notario parisino, que anticipó su atenta vigilia sobre el desarrollo de las negociaciones diplomáticas y el fin del bloqueo comercial, para lo cual apuntó novedades sobre los gabinetes europeos destacando, como se lo confesó a Guido en 1847, que el exceso de exigencias se estrellaría contra “la firmeza de nuestro Juan Manuel”. Aún más, la aprobación del héroe de los Andes a Juan Manuel de Rosas y su política frente al “violento abuso de poder” franco-británico ejercido en los países del Plata, lo condujo a atribuir dicha situación más a la acción de los agentes o diplomáticos, que a los gobiernos.
Pero la observación sobre la política exterior francesa no suponía algún rechazo ni a la nación, ni tampoco al régimen monárquico constitucional encabezado por Luis Felipe de Orleáns en tanto le había permitido radicarse definitivamente en París, alternar estancias entre la capital y su casa campestre de Ivry, y emprender viajes periódicos a distintas ciudades europeas. Aún más, la empatía con la monarquía juliana se hizo patente en 1838 cuando asistió a la tertulia que había tenido como anfitrión al mismísimo Rey y la familia real en el palacio de las Tullerías a la que asistió vestido con el uniforme militar peruano y portando el preciado sable corvo que había adquirido en Londres en 1811. Según el testimonio aportado por otro sudamericano invitado al evento, el chileno José De la Barra, un ministro dijo al saludarlo: “tengo un vivísimo placer en estrechar la diestra de un héroe como vos; general San Martín creedme que el Rey Luis Felipe conserva por vos la misma amistad y admiración que el duque de Orleáns. Me congratulo que seáis huésped de la Francia y que en este país libre encontréis el reposo después de tantos laureles”. A su vez, aquel discreto reconocimiento público no era independiente del nuevo espíritu público que venía rescatando la figura de Napoleón I que culminó en la imponente ceremonia de repatriación de sus restos de Santa Elena a París en 1840. Un ritual fúnebre estatal espectacular que había sido simultáneo a la proliferación de narrativas o relatos que, como el gran Jules Michelet, habían ensalzado el tiempo de las revoluciones que había vivido y contrastado, una y otra vez, en su experiencia vital en Europa y América.
Ese ambiente cultural y político cambió radicalmente en 1848 cuando las calles de París y de la mayoría ciudades europeas fueron escenario de estallidos populares de enorme impacto. Y esa experiencia sería la que condujo a San Martín a vender su casa campestre y optar por el refugio de Boulougne-sur-mer cuando ya anciano y casi ciego, presenció con pavor la rebelión popular que puso término al régimen orleanista, y erigió la II República. En ese contexto, San Martín retomó su correspondencia con amigos americanos, y con Rosas con un doble propósito: por un lado, para celebrar la capacidad negociadora del Restaurador en el litigio contra los dos colosos europeos en defensa del honor nacional convirtiéndolo en “modelo a seguir por todos los nuevos Estados Americanos”. Por el otro, para confesar razones profundas de su traslado a la villa marítima, a la espera que “las trágicas escenas que desde la revolución de febrero se han sucedido en París”, cedieran terreno a la estabilidad. En palabras del Gran Capitán: “Si el gobierno que va a establecerse según la nueva constitución de este país ofrece garantías de orden para regresar a mi retiro campestre, y, en el caso contrario, es de decir, el de una guerra civil – que es lo más probable- pasar a Inglaterra y desde ese punto tomar un partido definitivo”.
Con tales testimonios San Martín no sólo ponía de manifiesto el nuevo carácter social y político de las revoluciones europeas, sino que reafirmaba la medula de sus convicciones políticas expuestas una y otra vez en sus cartas sobre la conveniencia de priorizar el orden a la libertad como antídoto primordial a la anarquía. Un péndulo difícil domesticar en el ciclo que siguió a las independencias, y de las guerras civiles que forjaron la autocracia de Rosas hasta su caída en 1852. Y sería ese lazo político creado a través de epístolas, y la famosa reliquia el que habría de articular el legado de San Martín con el del Restaurador de las Leyes sedimentado por los cultores del revisionismo histórico en sus vertientes aristocráticas o populares quienes sumaron a Juan Perón en la saga de los héroes de la patria alternativa al panteón oficial.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y la UNCuyo.