Pesado y lento, resignado a enfrentar la hora de los hechos tras el vértigo electoral, el sistema político argentino comienza a asumir que no tiene salida: debe hacerse cargo de una crisis terminal de su economía que no cesa de derruir la situación social. El acuerdo con el FMI es sólo el síntoma. Desde que el país rifó la última oportunidad de desarrollo autocentrado dilapidando los recursos del boom exportador que provocó el ingreso del capitalismo chino a la demanda de commodities a gran escala, el problema no es otro que una economía deficitaria.
Nada nuevo tiene para decir el FMI sobre eso. Explicará por qué asistió al país, siempre a pedido de sus gobernantes. Y esa explicación remitirá a la economía deficitaria que esos gobernantes administraron y sus antecesores también. El FMI no impondrá un ajuste para cobrar sus deudas. El país deberá enfrentar ese ajuste porque lo eludió antes de contraerlas.
La carta que escribió Cristina Kirchner como coartada para tapar el más escandaloso de los fallos judiciales que acaba de conseguir a su favor, reveló que ni siquiera en resguardo de su capital simbólico está dispuesta a obstaculizar el trazo grueso de un acuerdo con el FMI.
Delegó todo el costo en Alberto Fernández y en el Congreso, pero no dio señales de ponerse a operar en el Parlamento para trabar un acuerdo. No lo votaría, pero lo dejaría aprobar. Si la lapicera del Presidente firma en su frente interno y externo los onerosos compromisos emergentes. Será una abstención claudicante o una objeción impostada, como se prefiera. A los efectos concretos, es lo mismo.
Ese factor incierto en la interna del oficialismo empieza a despejarse. Hasta sus sectores más duros comienzan a acomodar el cuerpo para salir a defender, con los famélicos argumentos que queden, el alineamiento del Gobierno con las exigencias de su principal acreedor. Tomarán el informe de rigor que difunda el FMI sobre el curso de los préstanos que pidió Mauricio Macri para justificarse, pero se cuadrarán ante sus efectos inevitables.
La anuencia refunfuñante de Cristina también abre, como lo expuso ella misma con habilidad, una interpelación a sus adversarios políticos. La elección también concluyó para los ganadores. Aunque la inercia del triunfo haya motivado ebriedades que no terminan y disputas prematuras mirando al 2023, la realidad es que ninguno de los ganadores sabe qué país existirá entonces. Y están obligados a dar señales ante la crisis que al electorado lo aflige hoy.
El voto ha sido cada vez más volátil en el país de la recesión interminable. Durante dos décadas, los períodos de bonanza han sido breves y sus efectos desperdiciados en festines de corto plazo. En consecuencia, el voto se transformó en una herramienta voluble que gira de turno en turno, cada vez con menos paciencia.
La dinámica intestina en el principal espacio opositor se acentuó tras la victoria. Mientras esperan que el oficialismo envíe el trazo grueso de su primer programa económico en dos años, los bloques parlamentarios de la oposición entraron en la vorágine de disputas que miran todo el tiempo hacia un futuro que no conocen mientras desatienden el presente para el que fueron votados.
El radicalismo se prepara para renovar sus autoridades en los próximos días. El gobernador jujeño Gerardo Morales dice tener la cantidad de delegados suficientes para presidir la UCR, por ahora en desmedro de dos realidades ostensibles: la del radicalismo de gestión más sólido del país, que barrió en las elecciones mendocinas; y la de la dirigencia emergente entre Amba y Córdoba que acumula la mayor densidad de votos. Pero la UCR decidirá por delegados distritales que Morales fue ubicando con esmero. Cuatro por distrito, no proporcionales el padrón de cada jurisdicción. Un resabio arcaico de la política de aparatos.
El radicalismo en tensión está sacudiendo a los bloques opositores a los que les lloverá -cuando esté listo- el pacto con Kristalina Georgieva y su contracara, la autopsia del acuerdo con Christine Lagarde. Pero no sólo la UCR está alterada. Con su dinámica propia, hecha de sentencias breves en redes sociales, declaraciones mediáticas discordantes y oportunidades fotográficas en bares porteños, el PRO también se agita con contracciones internas.
Lo espolean dos novedades: la persistencia de Macri, que sus herederos no esperaban y el ataque judicial del kirchnerismo alimenta, y la emergencia de una nueva derecha en el distrito que administró como un territorio sin amenazas desde el acuerdo de convivencia con Enrique Nosiglia y su delfín más reciente, Martín Lousteau. Hasta Elisa Carrió pareció desbordada por la deliberación inorgánica. Su filípica a los dirigentes de la coalición opositora fue catártica e inoportuna al coincidir con el fallo que absolvió a Cristina por su opacidad hotelera. Cuando la crisis se acelera y el ajuste se asoma inevitable, también la resaca de los triunfadores quisiera tener la opción de espabilarse lentamente.
Mientras, y por eso, los mercados siguen alterados: el dólar inquieto, consumiendo más reservas; los bonos admitiendo la posibilidad de default. Y el riesgo país como si ya hubiese ocurrido. La economía registra la reticencia de toda la política al momento crucial de la jeringa.