Para un conservador machista como él, debe haber sido difícil. A las mujeres jóvenes y bellas, Silvio Berlusconi las quería en su habitación, no en el despacho del primer ministro.
La muchachita rubia que había sido ministra de la Juventud en su cuarto gabinete, es ahora la primera ministra del gobierno en el que Il Cavaliere había quedado relegado a un sombrío segundo plano.
Giorgia Meloni es la nueva estrella del firmamento derechista, en el que Berlusconi había brillado. La era berslusconiana comenzó en 1994, cuando desembarcó en la política y alcanzó por primera vez el cargo de primer ministro.
Si bien en 1985 había llegado al parlamento Ilona Staller, la actriz porno nacida en Budapest y conocida como “Cicciolina”, con el magnate milanés que llegó a la cumbre del poder político se puede dar como oficialmente iniciada la era de los outsiders.
Él fue el primer outsider que llegó con la promesa de barrer a la clase política. La operación anticorrupción comandada por el juez Antonio Di Pietro había diezmando la dirigencia tradicional.
También fue el primer showman político. Y su irrupción fue disruptiva, entre otras cosas, por su estilo ramplón y sus vulgaridades. Un personaje que resulta inexplicable en el escenario por el que habían desfilado intelectuales marxistas que gravitaron sobre las izquierdas del mundo, como Antonio Gramsci y Palmiro Togliatti, además de gigantes de la socialdemocracia como Pietro Nenni y estadistas democristianos como Alcide De Gasperi.
Ese modelo de gobernante acabó cuando se convirtió en primer ministro un millonario estridente y escénico, encabezando tres gobiernos, entre 1994 y 2011, en alianza con el separatismo lombardo que lideraba Umberto Bossi y proponía la secesión del norte para crear un país rico y para ricos.
Berlusconi también fue pionero en acumular causas judiciales. En ese rubro hizo escuela victimizándose de conspiraciones urdidas para sacarlo de la política. Mientras se acumulaban denuncias por una gama de delitos que iba desde el terreno empresarial hasta el sexual, pasando por el político, Berlusconi acusaba de comunistas a los magistrados que los imputaban y a los periodistas que investigaban los pliegues oscuros de sus actividades.
Fue el primer gran denunciante de lo que Donald Trump llama “cacería de brujas” y en Sudamérica llaman “lowfare”: la utilización de la Justicia como arma de guerra política.
Trump es una réplica del magnate italiano, aunque mucho menos simpático y mucho más truculento.
También fue uno de esos personajes que pueden cometer estropicios y decir barbaridades sin quedar inhabilitados ante la opinión pública. Su imagen de amianto no fue afectada por las groserías que dijo, por ejemplo, sobre el trasero de Angela Merkel. Tampoco deflagraron su reputación las fiestas con chicas adolescentes en su mansión de Árcore, ni haber mentido a la Justicia para que dejaran volver a su país a una de esas adolescentes, diciendo que era sobrina del entonces presidente egipcio Hosni Mubarak.
Berlusconi era incombustible. Podía cometer fechorías de todos los calibres sin perder el apoyo de sus seguidores, en su mayoría conservadores católicos. Podía ser frívolo y tener vínculos con la Cosa Nostra, sin perder votantes. También podía ser amigo de Muhammar Jadafy, además de presunto socio en oscuros negocios. Nada parecía manchar su imagen, que envejecía sumando cirugías plásticas, implantes capilares y tinturas de cabello.
El joven desinhibido que cantaba y seducía mujeres ricas en los cruceros del Egeo, amasó una fortuna en el negocio inmobiliario y reinó en los medios de comunicación. También fue el zar del fútbol comprando el Milan y haciéndolo ganar cinco Scudettos, además de crear el partido que se adueñó de la derecha italiana: Forza Italia.
Como si fuera de amianto, salía intacto de escándalos que habrían incendiado la carrera de cualquier otro político europeo. Sin recibir el repudio merecido, podía ser vulgar y decir groserías como las que canalizaban su desprecio a Merkel.
Pero en los últimos años su estrella política se opacó y apenas pudo colgarse del asenso de la nueva estrella de la derecha italiana.
Giorgia Meloni lo relegó a un segundo plano. Pero lo que más lo opacó en esta etapa crepuscular de su trayecto, fue ser amigo y admirador de Vladimir Putin, justificando incluso la brutal invasión a Ucrania; mientras que Meloni, aún compartiendo con el jefe del Kremlin su ultranacionalismo conservador, en la disyuntiva que planteó la guerra, eligió apoyar a Ucrania y a la OTAN.
Cuando Berlusconi apareció acusando a Zelenski de no haberle dejado a Putin más alternativa que iniciar una guerra atroz, estaba claro que, o había perdido sus reflejos políticos, o el líder ruso tenía instrumentos extorsivos para manejarlo.
El final de Berlusconi lo encontró en una penumbra. Lo que nadie le discutiría, es que dejó una marca en la política de este tiempo.
* El autor es politólogo y periodista.