“Dios nos dio a su Hijo, que es su Palabra, el que sustenta todas las cosas con la palabra de su poder”. Hebreos 1:3
Perón se contradijo muchas veces; si uno toma citas individuales suyas verá que usa la misma expresión para decir lo que le convenía en cada momento. Para él la palabra valía por los efectos que producía en la realidad, como para Mao, Fidel o Napoleón. Creaba doctrina con ella. Era el verbo de sus seguidores, como las veinte verdades. El libro “Conducción política” tiene actualidad y universalidad como los grandes textos clásicos de la política. Perón quería las palabras para persuadir, conducir con ellas, aunque tuviera que darle un significado distinto en cada ocasión. Las palabras eran subalternas de sus acciones, pero las necesitaba y usaba.
Con Menem no pasaba eso, porque su discurso político fue el televisivo con lo que hizo de la palabra, algo indiferente a su accionar. Banalizó la palabra pero tampoco la destruyó.
Un salto más en el deterioro de la palabra lo constituye el moyanismo una versión berreta del viejo peronismo: Los peronistas somos así, hoy decimos una cosa y mañana otra, sostuvo. No le quita sentido a las palabras, sino que dice que está bien pensar hoy de un modo y mañana de otro aunque contradiga al anterior y sin necesidad de explicación o de rectificación porque eso está, según él, en la naturaleza del peronismo que es una forma distintiva de la naturaleza humana que se permite cosas que otros no pueden permitirse. Pero con Moyano las palabras siguen significando algo, aunque baqueteadas.
Néstor Kirchner no tenía discurso pero afirmó algo interesante que lo excusó: fíjense en lo que hago no en lo que digo, porque es en lo que era mejor, en la acción. Sabiendo, entonces, que su palabra tenía poco contenido, hizo suyas las palabras de otros a los que nunca entendió del todo pero intuyó que le serían útiles. La palabra del progrepopulismo peronista la popularizó un presidente al que la palabra le importaba poco y nada.
En cambio a Cristina la palabra le importó mucho; avanza el cristinismo en el asalto a la palabra con el relato, un intento de separar las palabras de las cosas para reemplazar las cosas por el relato, por la ficción orientadora. Las palabras ya no quieren decir lo que querían decir según el diccionario, sino lo que el relato les indica. Se alejan de la realidad, pero al menos tienen, dentro del relato, alguna lógica, forman parte del mismo, lo explican. La palabra sigue teniendo algún significado aunque esté desligada de las cosas reales a las que debería expresar. Expresa otras cosas.
En su relato ella declara muerta la objetividad y decreta que nadie puede ni siquiera intentar buscar la verdad porque la verdad siempre es política, vale decir partidaria. No destruye la palabra pero sí la verdad y la objetividad. Cristina se puso incluso más a la izquierda del relato de los progres y lo hizo tan suyo que hasta sorprendió a sus creadores. Las palabras en Cristina, no tienen conexión con la realidad, pero dentro del relato tienen coherencia. No la exterminó, sólo la puso al servicio de una facción.
Pero con Alberto todo fue diferente: él hirió gravemente a la palabra como no lo hizo ninguno de sus antecesores, pero no porque se lo haya propuesto, sino porque no puede decir nada sin que se contradiga. La palabra es el principal testigo de su trayectoria, que lo tiene a mal traer.
O sea, por ser el más débil pero también por ello el más desesperado, el albertismo fusila el significado de las palabras. Es lo mismo decir una semana antes de ser nombrado candidato que si Cristina no es presidenta el presidente que ella designe será un títere, para a los pocos días de ser nominado asegurar que él no será ningún títere aunque haya sido nombrado del modo en que él textualmente dijo se nombran los títeres. Es lo mismo decir que Cristina mintió en lo del pacto con Irán a que Cristina tuvo razón en firmar ese pacto.
Alberto fue el primer arrepentido que denunció a Cristina y por eso lo pusieron de candidato, porque fue crítico real del cristinismo. Y eso lo hizo creíble para quien no votaría a Cristina. Pero ahora está obligado, a fin de mantener la paz interna de su coalición, a ir negando todas y cada una de las cosas que dijo en esos 7 u 8 años locos en que se creyó libre. Y para eso le quedan dos caminos: o decir que estuvo 7 u 8 años absolutamente equivocado y que se arrepiente de todo lo que dijo, que todo era falso. Pero eso le quitaría su activo de haber sido un opositor a Cristina y lo convertiría en un Parrili, o sea en un títere. Por otro lado, Alberto no sabe si Cristina lo va a seguir usando o lo va a tirar y no vaya a ser que deba cambiar de nuevo el significado de las palabras para otra vez enfrentarse a ella. Los albertistas, que aún son poquitos, creen que eso será posible en algún día lejano o no tanto, pero mientras tanto Cristina le está creando todas las condiciones de imposibilidad para que ya nunca más deje de depender en todo de ella.La otra alternativa, que le queda es la de ir arrepintiéndose una por una de todas las cosas que sostuvo en esos años, que es lo que está intentando hacer hoy, pero eso alcanza para unas pocas veces pero luego satura. Entonces solo le resta el asesinato de la palabra:_todo puede decir lo mismo o lo contrario o las dos cosas a la vez o ninguna de ambas. La palabra deviene la nada misma al quitarle todo significado atribuyéndoselos todos.
Por su parte, Cristina necesita esta destrucción de la palabra porque con el relato solo no alcanza para lograr la impunidad que todos creen que logrará igual, salvo ella porque es la única que conoce la verdad, en toda su magnitud y que su absolución es una tarea titánica por la contundencia brutal de las pruebas en su contra. Entonces sabe que aunque se eternice en el poder, la espada de Damocles la seguirá llevando siempre a no ser que además de todas las reformas judiciales haga una operación exterminio de la palabra. Que es lo que intenta a través de Alberto haciendo que éste deba negar todo lo que dijo antes, pero sin poder decirlo abiertamente. Necesita que la realidad desaparezca del todo y todo sea relato. Y que éste sea aceptado como la única verdad.
En síntesis, para lograr la impunidad definitiva, más allá de las reformas judiciales y todo intento de avance sobre los poderes, Cristina necesita que la palabra sea devaluada hasta su desaparición para que todo pueda decir lo mismo y entonces nada quiera decir nada. A su vez Alberto necesita que desaparezca el valor de la palabra para no tener que seguir dando explicaciones de porqué todos los días se arrepiente de todas y cada una de las cosas que dijo cuando fue opositor a Cristina. Son necesidades distintas para un mismo objetivo. En el fondo es una batalla cultural.