Alberto Fernández no llevó a Roma ningún plan económico para discutir la deuda con el Fondo Monetario. Tampoco llevó un consenso político amplio para asumir la responsabilidad y los costos de una renegociación. Ni siquiera una masa crítica proclive al acuerdo en su propio partido.
El Presidente llevó a Roma una economía en estado de crisis terminal; la decisión explícita del Gobierno de reordenar la campaña oficialista en sentido contrario a un acuerdo y un sólo recurso en la mano: la exhibición de indigencia.
Conviene desagregar esos tres componentes de la situación. El primero es el trazo grueso de la crisis en la economía. Con el congelamiento de precios, el Gobierno despejó una incógnita: no controlará la inflación antes de las elecciones y habrá más inflación después de las elecciones.
El politólogo Gustavo Marangoni lo graficó el día en que el Gobierno intentaba convencer a los gobernadores para que salgan con sus brigadas a ejercer el control de precios: la inflación no se frena con cinco empleados públicos sacándose fotos frente a las góndolas, hipnotizando yogures.
Antes de las elecciones primarias, el Gobierno apenas contenía, a fuerza de cepos y licuación de reservas, el precio del dólar. Y había resuelto pisar las tarifas emitiendo moneda sin respaldo y tomando deuda dolarizada para fabricar subsidios. El congelamiento fue el canto del cisne. El etiquetado frontal se estrenará detallando todo, menos el precio: habrá azúcar oficial y habrá azúcar blue. Es la dolarización en espejo que siempre induce sobre los precios internos la ampliación desenfrenada de la brecha cambiaria.
Frente a ese descalabro, el Gobierno no tiene ningún programa. El Presupuesto 2022 de Martín Guzmán confirmará el fracaso antiinflacionario del Presupuesto 2021 de Martín Guzmán.
El Gobierno tiene apenas una consigna: primero crecer, después pagar. Esa consigna es un segundo componente de la encrucijada política. En su desesperación electoral, el oficialismo se está generando a sí mismo una nueva complicación: hará que sus votantes voten explícitamente por una idea contraria al acuerdo por la deuda. Quedará entonces sin plan para un acuerdo, con sus votos contra un acuerdo y sin plan para el desacuerdo.
Esa combinación endiablada funcionaría perfecto para la lógica de sucesión devastadora que ya supo utilizar el kirchnerismo, pero sólo si después del próximo 10 de diciembre asumiera un gobierno de otro signo. Ocurre que el presidente seguirá siendo Alberto Fernández y la vice, Cristina Kirchner. Esa mínima racionalidad primitiva es la que exhibió la CGT al pronunciarse en un tono más proclive a un acuerdo por la deuda externa.
El tercer componente de la situación es ese último naipe escuálido que ostenta en la mano Fernández, mientras divaga en las tardes de Roma: la indigencia del deudor también es problema del acreedor. El Fondo Monetario -se persuade Fernández a sí mismo- no podría resistir una cesación de pagos de la Argentina. Eso sólo se traduce como una cuestión de política exterior. Incluso un rescate obligado de las potencias que lideran el FMI implica al menos una consideración seria de sus posiciones diplomáticas.
Todos los gestos de la diplomacia argentina (hasta los más insólitos, como la trágica y crematística geopolítica de las vacunas) se han orientado a desandar esa ruta. Y aunque el embajador argentino en la OEA, Carlos Raimundi, perjure lo contrario, es más bien escasa la influencia en el Fondo de los dictadores amigos del Gobierno, Daniel Ortega y Nicolás Maduro.
La economía en crisis terminal; el oficialismo en campaña para la legitimación electoral de un nuevo default; la indigencia programática para el acuerdo y para el desacuerdo. Son sólo tres síntomas del abismo que el cuarto kirchnerismo terminó de abrir bajo sus pies tras la derrota en las Paso.
Se trata de un desconcierto generalizado sin el cual no puede entenderse que la conducción política del Gobierno haya perdido a tal punto la percepción del humor social como para lanzarse al saqueo de los fondos previsionales en beneficio de una pensión de privilegio que Cristina Kirchner no necesita. Voracidad de naufragio. La náusea confesada y reprendida de la que tuvo que volverse Juan Grabois tiene ahora una nueva justificación.
En esa diáspora, en la que Cristina misma actúa como si la moción de orden fuese “sálvese quien pueda”, los gobernadores e intendentes que perdieron las elecciones en sus territorios (entre otros motivos por los excesos autoritarios de la cuarentena eterna) le huyen farfullando excusas al nuevo dispositivo de patrullaje que les impone el Gobierno central para el control de precios.
En el folklore de la militancia política, los cuadros del antiguo Partido Comunista argentino solían decir con ironía que un desviacionista era aquel camarada que seguía caminando derecho cuando todo el partido había girado sin poner el guiño.
Elena Highton, la jueza de la Corte Suprema cercana al Gobierno, dejó definitivamente su cargo en la misma semana en que el juez Martín Bava siguió derecho con una indagatoria de campaña a Mauricio Macri.
El olvido de Bava sobre el bozal legal vigente para cuestiones de inteligencia fue más eficiente para la oposición que el acto que organizó la oposición. Nada nuevo: desde el concurso con el cual llegó con notas de aplazo a la judicatura, Bava viene con problemas en cuestiones de inteligencia.
*El autor es De nuestra Corresponsalía en Buenos Aires.