Desde hace ya varias décadas, cuando de lo que se trata es de sobrevivir, el peronismo es elegido por los argentinos para que nos organice la sobrevida. El movimiento que nació para integrar los pobres al consumo y a la producción, hoy es la expresión más cabal de un país donde desapareció esa integración. Donde los pobres no pueden subir y la clase media debe elegir entre sobrevivir o caer.
Cada vez que solo “pucherear” nos harta, tratamos de ver si hay otro camino aparte del que nos garantiza mejor que nadie la sobrevivencia. Entonces votamos otras cosas. Lo hicimos en el 83 con la socialdemocracia alfonsinista, en el 99 con la alianza radical progresista y en el 2015 con el acuerdo liberal radical. Pero esos experimentos luego de poco tiempo, terminan estallando o casi y allí, aterrados, volvemos nuevamente a la casita de los viejos peronistas, que al menos nos salvan las papas.
Nos fuimos de la casa paterna cansados del autoritarismo familiar, de no progresar nunca y siempre decaer un poco, pero cuando vemos que lo nuevo fue desastroso, volvemos nuevamente a lo viejo. Como si nuestra última identidad fuera peronista hasta los tuétanos como razón ya más biológica que histórica social.
En 1985, luego de dos años con Alfonsín, se pronosticaban 100 años de radicalismo, pero ya en 1987 no se eligió al alfonsinismo sino a un peronismo parecido para ver si hacía las mismas cosas que Alfonsín aunque mejor. Pero como las cosas empeoraron del todo en el 89 se volvió otra vez a la casita de los viejos peronistas votando exactamente lo contrario de lo votado en 1983.
En 1999 cansada de un menemismo que ya solo aspiraba a la eternidad, la gente votó otra opción, pero a los dos años se defraudó y volvió al peronismo. Todo estalló y el duhaldismo nos salvó de la catástrofe porque la sociedad le permitió a Duhalde lo que jamás le hubiera permitido a alguien que no fuera peronista.
Cuando ganó Macri en 2015, a los dos años arrasó y parecía ya tener el pasaporte del segundo gobierno. Pero en el 2019 se volvió a la casita, de la misma mamá inclusive.
El peronismo es la última carta cuando está perdida la partida, aunque nunca hasta ahora haya podido hacernos arrancar, sino dejarnos siempre en el mismo lugar lo que es igual a retroceder siempre un poco más.
La Argentina moderna vivió dos grandes etapas, la de la apertura al mundo desde la segunda mitad del siglo XIX hasta 1930 con un modelo agroexportador exitoso. Luego vino desde 1930 hasta los años 70 la era de la sustitución de las importaciones, menos exitosa pero no fallida. Luego empezó la tercera etapa, la de una decadencia que aun n no podemos revertir. Comienza con la muerte de Perón que fue la última esperanza de reconstruir la nación y no se pudo. Quedamos en el vacío político porque todo fue depositado en el General como la última salvación de un país en vías de desarrollo, económicamente viable pero que no tenía sistema político.
Isabel y López Rega vía Rodrigo lo hacen estallar y desde allí no se volvería nunca atrás. Aparecería un nuevo y peor país a partir del incendio del anterior, aunque con raíces severas en todas las falencias del anterior. Su expresión más concreta es la hiperinflación, que se da con Isabelita, con la junta militar, con Alfonsín, al principio de Menem y estalla todo con De la Rúa luego de haber fallado la convertibilidad para contenerla.
A partir de allí, en el nuevo siglo, surge otra forma de la democracia que todavía mantenemos y que tiene muy poco que ver con el país anterior al 75. Se consolida un nuevo sistema político que hasta ahora el kirchnerismo expresa mejor que nadie, aunque no lo inventó, sólo lo sintetizó.
Los nuevos actores del nuevo sistema fueron surgiendo de a poco desde la crisis del 75.
Primero en los 70 los llamados capitanes de industria, empresarios aparecidos al calor del endeudamiento externo que ellos usufructuaron pero que pagó el Estado mediante la estatización que hizo Cavallo.
También aparecen los sindicalistas de Estado, esos que dejan de pensar en primer lugar en los trabajadores para transformar sus sindicatos en empresas patronales sostenidas por las obras sociales y los negocios con las empresas estatales.
Luego surgirían los capitalistas de Estado que directamente son inventados por el poder político como sus testaferros en lo económico.
Además, en todo ese tiempo se fue formando una clase política que hoy es una casta que ya sólo se representa a sí misma.
Este sistema por debajo ha generado los nuevos pobres de Estado, que necesitan del subsidio directo para sobrevivir ya que la sociedad, excepto changas, no le puede dar trabajo. No los puede integrar al consumo y la producción como hizo el primer peronismo con los cabecitas negras.
El peronismo tenía en sus orígenes una lógica redistribucionista, el actual la tiene subsidiadora.
Esta nueva elite es profundamente corporativa, se defiende a sí misma en vez de defender a sus representantes. Ni el trabajador, ni el consumidor ni el ciudadano tienen representación en esta nueva democracia. Sus antiguos representantes hoy lo son de sí mismos.
En esta democracia los pobres sólo quieren evitar caer en la indigencia pero ya no aspiran a salir de pobres porque está en vías de desaparición la cultura del trabajo. Se puede trabajar pero no es determinante para vivir y casi todo es en negro. Un país dual donde la mitad es pobre estructural y vive del Estado. El resto de la Argentina que no vive necesariamente del Estado y que puede trabajar, debe soportar el esfuerzo para sostener a la Argentina de Estado y eso no es viable porque una sociedad solo se puede sostener cuando todos sostienen a todos, cada uno en su proporción y cuando cada parte de la elite representa a un sector mucho mayor que ella y no sólo a sí misma.
Lo que queda del país de clase media continúa con su cultura pero ya no es el país entero marchando hacia la clase media porque ya no todo confluye hacia ella sino que, al revés, son inducidos hacia la pobreza estructural que es otra cultura porque carece de movilidad social. Y sin movilidad social no hay país de clase media posible, y la clase media residual queda encerrada en un pantano en el cual piensa cada vez más en que sus herederos se vayan del país. No obstante, aún es amplia la clase media y su cultura para poder revertir este proceso de decadencia. Pero se requiere una transformación estructural de tan alta definición que no tenemos a los dirigentes preparados para ello.
El país que hoy avanza es el de los caudillos. Ese contra el que se reaccionó en Formosa por parte de la minoritaria clase media de esa provincia que no está atada al caudillo. Pero el gobierno nacional no dudó en ponerse del lado del gobierno provincial porque ambos son expresiones de una misma cultura política, la democracia de la sobrevivencia surgida luego de la debacle de De la Rúa y que es la última instancia del argentino cuando pierde todas las esperanzas.
En síntesis, la clase media cada década intenta una representación y cuando fracasa al no poder domar al país vuelve de nuevo la democracia de la sobrevivencia para asegurar la decadencia vivible. El “lo atamo’ con alambre” nacional y popular a lo cual este sistema es tan afecto .
Hoy estamos en ese punto y con grandes posibilidades de quedarnos en él para siempre. Porque la democracia de la sobrevivencia garantiza la subsistencia malamente pero la garantiza a cambio de rechazar como negativos todos los enormes riesgos, costos y esfuerzos que se requieren para cambiar y ser un país normal.