Ilan Goldfajn es el jefe del Fondo Monetario Internacional para América Latina y acaba de trazar un diagnóstico duro para la economía de la región: “Deuda cada vez más cara. Materias primas más baratas. Inflación que no para de subir”, resumió desde España diario El País.
Es el mismo economista que suscribió el miércoles pasado un informe del FMI no apto para argentinos de orgullo susceptible. Dijo que para este año y el próximo se esperan complicaciones en “las 5 economías más grandes de América Latina: Brasil, Chile, Colombia, México y Perú”. Argentina ya no entra en la descripción.
El dato es consistente con la última noticia que ofreció nuestro país al mundo: tres ministros de economía distintos en un mes. Si es hora de asignar prefijos acordes con la realidad, lo único súper que está exhibiendo el país es su decadencia.
La conducción política del Gobierno, esa vacuidad que en la cima navegaba entre la porfía en el error que caracteriza a Cristina Kirchner y la depresión impotente de Alberto Fernández, no tomó ninguna decisión sobre el ministerio de Economía: la impuso a los golpes una crisis que se ha autonomizado de su control político y a la cual corren de atrás, con desesperación y extravío.
Sergio Massa no tuvo en ese proceso otro mérito que su identidad reconocida: un oportunismo perseverante, audaz y sin principios. Razonó que, si el Gobierno se hunde, ningún oficialista sobrevivirá al naufragio. Perdido por perdido, anotarse para intentar una mejora podía ser una oportunidad. Una oportunidad siempre es más que la nada: consiguió un ascenso para integrar la tríada central de gestión ejecutiva. Conviene entonces repasar cómo ha quedado reconfigurada la mesa de decisión.
Aunque a la feligresía que sigue y admira a Cristina Kirchner cada objeción que se le hace a sus dotes de conductora estratégica ofende más que los reproches a su ética más bien famélica, ya es inocultable describir la serie de gravísimos errores políticos que la expresidenta ha cometido desde aquel “gambito de dama” que le brindó su último éxito electoral. El filósofo costumbrista Rubén Brieva lo describió de manera muy gráfica: “¿Podemos decir a esta altura del partido que mamá tiene un gran ejercicio de equivocarse cuando elige?”.
La referencia es obvia. Deconstruye aquel mito del gambito genial: el error más evidente fue Alberto Fernández. Pero la implosión del Presidente en el abismo de su propia insignificancia pone en evidencia otros desaciertos. ¿Se equivocó Cristina al admitir a Martín Guzmán? ¿Se equivocó al creerle? ¿Erró al elegir la vía ferrata entre el boicot y la deserción frente al acuerdo con el Fondo? ¿Se equivocó de nuevo al empujar a Guzmán sin tener a mano un relevo? ¿Fue acierto o desatino la mezquindad con Batakis, la breve? ¿Por qué primero vetó a Massa si después terminaría aceptándolo? ¿Y si sacarle el cuerpo a Silvina Batakis fue un error, ¿qué margen de acción le queda ahora a la vicepresidenta frente a las veleidades de Massa?
Hay razones que explican tanta desorientación. La vice enfrentará desde mañana un juicio que le aflige más que el país. El miedo al banquillo le llevó desde el inicio a confundir el ejercicio del gobierno con la extrema defensividad del veto. Es un recurso engañoso. Aunque lo imagine, Cristina no está exiliada como un oráculo de consulta en Puerta de Hierro. Vive entre El Calafate y la Recoleta rodeada por el desgobierno de la crisis.
Alberto Fernández ha perdido todo en el Gobierno. Deambula como algo peor que un fantasma sin poder, ni decisión. Sobre todo, ha rifado su dignidad. El recambio de ministros fue un degüello de burócratas que saltan de un casillero a otro del organigrama estatal, sin vergüenza ni decoro. Daniel Scioli y la propia Batakis fueron denigrados y canjearon por un sueldo su humillación. Juan Manzur seguirá como jefe de Gabinete, pero subordinado a un ministro de prefijo ambicioso. Los gobernadores van y vienen como coreutas de pago chico, aferrados a los plazos fijos que formaron durante la gestión de Mauricio Macri donde cifran todas sus esperanzas de reelección.
Alberto bajó la vara: toda abyección es posible ahora.
Sergio Massa ya consiguió el cargo. Ahora le toca bailar. De nada le van a servir los infomerciales comprados al contado con liqui si no frena la aceleración de la crisis. El cálculo de cuánto acumuló en la estructura ejecutiva para apostar en ese intento es un dato menor. Lo más relevante son dos variables desconocidas. La primera, de naturaleza política: ¿cómo sorteará el veto de Cristina si se propone ordenar las cuentas de la economía? La segunda, de índole económica: ¿tiene algún plan viable para ordenar esas cuentas?
Massa asume con una devaluación feroz ya operada por el mercado entre el tuit de Guzmán y el avión de Batakis. Si resolviera sincerar esa realidad en el tipo de cambio oficial desahogaría a corto plazo la sequía de divisas en el Central. Pero si actúa como el gastador serial que advierten sus antecedentes como funcionario, no será el superministro que aspira a representar como principal imagen, sino el ministro de una hiperinflación que no podrá evitar. Híper ministro.
Por lo tanto, la crisis seguirá con su inercia hasta tanto Massa anuncie y ejecute el ajuste inevitable. Allí cobra relevancia la variable política: el aval de Cristina, obligada como está a acertar. Aunque sea una vez.