Por primera vez desde su regreso a la cima del poder, Cristina Kirchner padeció en campaña el síndrome de la irrelevancia, el peor de los castigos imaginables para un político en actividad.
Todo lo que dijo en su última arenga electoral quedó asordinado por una enunciación más poderosa. Al discurso de mayor potencia y alcance lo enhebró esta vez el Presidente que puso en el cargo. Alberto Fernández lo consiguió mediante una larga y fragosa secuencia de imágenes para la indignación, mentiras para la vergüenza ajena y cobardías para la conclusión.
Con la foto de su fiesta clandestina en Olivos durante la cuarentena estricta, sus excusas huidizas intentando negarla y su increíble pedido de disculpas echándole la culpa a su pareja, el Presidente le habló al electorado de un modo más potente que Cristina Kirchner con sus indirectas sobre la ingenuidad política o sus gráficos sobre la tierra arrasada.
El escándalo desatado por las pruebas explícitas del Presidente violentando las normas que él mismo disponía durante la vigencia estricta del estado de excepción promete secuelas parlamentarias y judiciales. El pedido de juicio político en el Congreso tiene nulas posibilidades de prosperar, pero someterá al Presidente -sobre todo- al escrutinio incómodo de cada legislador oficialista.
El fiscal federal Ramiro González investiga la dudosa legalidad de las visitas a Olivos durante la cuarentena y le reclamó a la Casa Militar la lista de entradas y salidas el día del cumpleaños de la primera dama. Hay dudas sobre la respuesta. Las autoridades actuales de la Casa Militar tienen fresco el antecedente de Jean Pierre Claisse y Walter Rovira, oficiales del Ejército que ocuparon la jefatura del organismo y el resguardo de la residencia de Olivos. Por orden de Cristina Kirchner, el Senado les negó el ascenso a ambos por haber acatado la orden de colaborar en causas judiciales en las que se investigaban viajes de Amado Boudou y visitas a Olivos de Milagro Sala.
Más allá de estas derivaciones, el escándalo por la violación de la cuarentena ya se instaló como un punto de inflexión para el oficialismo en tres sentidos.
El primero es el derrumbe definitivo de su credibilidad pública para reivindicar lo poco que le quedaba como gestión defendible de la emergencia sanitaria. Así como los pinchazos de privilegio y los incumplimientos de los proveedores de vacunas le dañaron la confianza ciudadana en el plan de inmunización y el voto prospectivo; el escándalo del cumpleaños de privilegio dejó en ridículo el discurso hegemónico durante la cuarentena dura. Y puso al rojo vivo al voto retrospectivo. Pedro Cahn, asesor emblemático de la cuarentena dura, delineó de manera lapidaria el contraste entre el discurso sanitario del oficialismo y los hechos comprobados. Miró la foto del cumpleaños en Olivos y sentenció: “Han fallecido amigos míos y no he podido despedirlos”. De ahí para arriba, ninguna de las opiniones de las víctimas del estado de excepción dejó de mencionar el cinismo de la ética gobernante.
En un segundo sentido, el escándalo se transformó también en una bisagra de la campaña electoral. El Gobierno venía apostando a exponer las diferencias públicas de sus adversarios, acomodar con mezclas de dosis el plan de vacunación y prometer una salida a la crisis económica. El discurso de Cristina apuntaba a deslizar un par de mentiras que considera piadosas: que la inflación va a bajar y el Gobierno no terminará tirando la toalla en un acuerdo con el FMI. “El muerto que nos dejaron”. La inflación desbordó en 7 meses lo que el Presupuesto calculaba para el año y el ajuste -con o sin acuerdo del Fondo- es una realidad que hasta el propio electorado oficialista da por segura para después de las elecciones. La mentira doméstica de Alberto Fernández terminó siendo más potente. En un contexto de falsedades, por primera vez el Presidente le ganó a su jefa política el protagonismo...para enunciar la peor.
Hay un tercer eje de sentido, más profundo, en el cual la fiesta clandestina de Olivos significará un cambio irreversible. Si algo hacía falta para demostrar que la alquimia de la presidencia encargada fue un fracaso, esa constatación llegó con el aniversario de las primarias que sepultaron la reelección de Macri. Nada de lo prometido entonces como una novedad de alta habilidad estratégica se cumplió. Cristina Kirchner ya no sabe qué hacer con su Golem. El experimento no funcionó. Esta comprobación fáctica, de la cual dan fe las declaraciones desahuciadas del kirchnerismo frente a las últimas torpeza del Presidente, tendrá un impacto de largo aliento en el sistema institucional.
Alberto Fernández no oculta su agobio con la tarea que le encargaron. Tiene por delante los plebiscitos de septiembre y noviembre. Y el ajuste de diciembre. Cristina lo hostiga para vaciarle las pocas oficinas ejecutivas que le quedan. Pero tampoco tiene un plan de salida. Cada vez que lo balbucea no avanza más allá de pedir un pacto para compartir los costos de un ajuste con la oposición.
“La clandestina de Olivos” dejó al país expuesto en un sentido más descarnado que el de su acelerada decadencia moral: lo dejó desnudo frente a la ingobernabilidad de su crisis.