Es probable que las vulnerabilidades de la acusación prevalezcan sobre sus consistencias. No está claro que las 34 acusaciones contra Donald Trump constituyan “delito grave” ni si es un delito local o federal, caso en el cual se objetaría la competencia del fiscal de distrito Alvin Bragg.
Lo único claro es lo escabroso del caso: el ex presidente tuvo relaciones con una actriz de pornografía estando casado con la modelo eslovena Melania Knavs.
Hasta fines del siglo 20, la infidelidad matrimonial podía destruir la carrera de un político. Le pasó a Gary Hart, el senador por Colorado que era favorito en las primarias demócratas hasta que se probó su romance con la despampanante Dona Rice. Su carisma kennedyano no le alcanzó para lidiar con la tradición política iniciada por los cuáqueros y puritanos del My Flower, y la candidatura quedó en manos del desangelado gobernador de Massachusetts Michael Dukakis. ¿Resultado? ganó George H.W. Bush.
Para el conservadurismo duro, que en Estados Unidos tiene una dimensión oceánica, no importan las acusaciones de acoso sexual ni las infidelidades. Trump es de amianto en esa dimensión moral. Tampoco cambiaría su apoyo incondicional que se prueben delitos graves en el caso Stormy Daniels. Por eso la incidencia del proceso se reduce al impacto que tenga en el voto de los conservadores moderados y de los votantes de centro que no quieren otro gobierno de Joe Biden. En ese espacio, el impacto podría ser leve porque los presuntos delitos no saltan a la vista, ergo, no impactan en el sentido común de la gente.
Esa es la principal diferencia entre el proceso penal de Nueva York y las denuncias que podrían convertirse en nuevos procesos contra Trump. Son perceptibles a simple vista tanto la presunta presión a un funcionario estadual para que cometa un fraude, como la presunta instigación a la violencia el 6 de enero del 2021.
Mientras el fiscal de Manhattan debe probar que hubo delitos graves y que él tiene competencia sobre ellos, el trabajo recae sobre la defensa de Trump en los casos de Georgia y del asalto al Capitolio.
Es el sentido común el que percibe un delito aberrante en el llamado telefónico que el entonces presidente hizo al secretario de Estado de Georgia para que “encuentre” los 11.780 votos que le faltaban para dar vuelta el resultado y quedarse con sus quince electores. Como Brad Raffensperger tomó la precaución de grabar el llamado que recibía de la Casa Blanca, el mundo entero pudo escuchar a Trump diciendo lo que claramente suena a instigación al fraude. Y aquí no puede alegar odio político o racial, porque Raffensperger también es blanco con ascendencia alemana, como Trump, además de ser del ala trumpista del Partido Republicano de Georgia, que estaba en el gobierno de ese estado.
También están a la vista las causas de las denuncia por lo ocurrido el 6-01-2021. Basta recordar lo que hizo y dijo Trump durante aquella trágica jornada, para ver su responsabilidad, o bien por instigar al violentísimo asalto al Capitolio, o bien por actuar con inmensa negligencia al no hacer nada que hubiera ayudado a frenar la turba que causó cinco muertes en la asonada golpista.
El problema de Trump no son los jueces y fiscales ni la Corte Suprema, desbalanceada hacia la derecha por la abrumadora mayoría conservadora desde la muerte de la jueza suprema Bader Ginsburg. El problema del ex presidente es el sentido común de la gente. Lo perceptible a simple vista hará que el sentido común lo siente en el banquillo de los acusados, para que responda sobre las presiones fraudulentas a Georgia y sobre el asalto al Congreso. Y en esa circunstancia, es posible que recurra a sus bases más fanáticas para generar violencia política.
En esas bases, están los que usan merchandising y son esencialmente un club de fans, y están las agrupaciones que profesan el supremacismo blanco, los que defienden la libre portación de armas, los fundamentalistas evangélicos y otras variantes del ultra-conservadurismo.
Los que usan gorritas y camisetas con la cara de Trump y el slogan “Make America Great Again” son un inofensivo club de fans. Pero los otros ya mostraron su perturbador instinto al tomar el Capitolio de Michigan exhibiendo armamento de guerra contra la gobernadora demócrata Gretchen Whitmer, y al asaltar el Congreso en Washington.
Con excepciones como el asesinato del presidente William McKinley cometido por un anarquista en 1901, la regla en Estados Unidos es que los grandes actos de violencia provienen del ultra-conservadurismo. Desde el magnicidio de Abraham Lincoln hasta el asalto al capitolio, pasando por la masacre de Oklahoma en 1995, los golpes surgieron de lo que hoy se llama extrema derecha. Y esa vereda está enamorada del multimillonario neoyorquino.
* El autor es politólogo y periodista.