El relato albertista ya es por todos conocido: se trata de defender su política contra la pandemia al modo de una gesta malvinera (esta vez incluso comparó explícitamente ambas supuestas gestas) para después empezar un furibundo ataque a los cuatro años macristas que hundieron una Argentina que marchaba bien a flote con Cristina y que ahora Alberto ha venido a poner otra vez en pie. Para terminar con una acusación total a la Justicia que está condenando kirchneristas y que tiene el tupé de querer condenar incluso a Cristina. Ese es el inamovible esquema general. Todo lo demás son detalles. Eso también, y nada más que eso, fue este discurso.
Nos agarró el incendio del covid pero resulta que los macristas nos habían dejado sin agua para apagarlo, asegura Alberto. Sin embargo lo logramos, basta ver las imágenes tenebrosas de otros países para verificar lo bien que nos fue a nosotros. Aunque, con esa lógica, bastaría recordar lo que dijo el presidente al empezar la pandemia y lo que logró después. Si mal no rememoramos Alberto dijo al inicio que si hubiera estado Macri los muertos habrían llegado a los 10.000. Pero ocurre que con Fernández esos números se quintuplicaron, y aún no está dicha la última palabra. Sigue hablando como cuando empezó el virus sin mencionar la infinidad de errores cometidos en un año que nos llevaron a ubicarnos entre los peores países del mundo en la ecuación entre salud y economía, donde nos fue igual de mal en ambas. Sólo acepta el error que lo llevó a echar al ministro Ginés González García, chivo expiatorio exclusivo de la debacle. También admitió que las vacunas están llegando algo atrasadas, pero sólo por culpa de las injusticias de un mundo desigual.
Luego dedicó una larga parrafada a acusar al gobierno macrista de haber traído a la Argentina los 4 jinetes del Apocalipsis (recesión, pobreza, indigencia y la deuda). Para desde allí mezclar esta cuestión con una ingeniosa metáfora sobre la corrupción: dispuso iniciar acción criminal contra la mayor administración fraudulenta y malversación de fondos, que con ayuda de Trump, el gobierno macrista produjo para contraer el préstamo con el FMI. En su teoría los 44 mil millones de dólares otorgados por el Fondo hoy están en los bolsillos de los amigos de Macri. Con lo cual de ser así, la gente de Cambiemos se pone en igualdad de condiciones con la corrupción cometida durante los gobiernos kirchneristas. Miles de millones de dólares más, miles de millones de dólares menos, Alberto nos está diciendo que los macristas robaron tanto como ellos.
Luego siguió diciendo todas las cosas que el macrismo no hizo, dejó de hacer o disminuyó presupuestariamente para ver cómo el albertismo las recuperó en una aburrida seguidilla de enunciaciones más tendientes a lo micro que a lo macro. Más computadoras en educación, mucha política de género, medio ambiente y amor por lo verde, pequeñas obras públicas por todo el país, etc., etc.
Hasta llegar al momento crucial, el que todos estaban esperando, que fue cuando debió hablar sobre sus verdaderas funciones, aquellas por las cuales la actual vicepresidente lo puso de presidente: la resolución de las cuitas de Cristina con la justicia.
Para posible decepción de la doctora Fernández no dijo nada nuevo, pero lo dijo enfáticamente. Atacó como si de un cáncer se tratara a la Corte Suprema de Justicia, le cuestionó sus fallos, le pidió al Poder Legislativo que controlara al Poder Judicial para que no se porte mal. Y llegó al extremo de decir que al juicio por jurados hay que ponerlo para que no decidan el destino de los acusados unos jueces aislados. Un verdadero dislate en la medida en que la participación popular en los juicios por jurado no es para enfrentar al resto del sistema judicial, sino para complementarlo, para hacerlo más plural y abierto. No para poner a unos contra otros como se piensa en el imaginario albertista. O como quiere él que lo vean pensar. No obstante, algunas reformas mencionadas, las extraídas de las propuestas de Beliz, son correctas pero todo lo relacionado con el lawfare es un mero tributo a Cristina como para decirle ¿viste que estoy cumpliendo? Aunque no sepa mucho más que hacer.
Sin embargo, en un gesto de probable autoridad, Alberto Fernández se dio el gusto de no terminar el discurso con el encargo de Cristina hacia la justicia, sino que agregó algunos pocos párrafos más para hablar de la unidad nacional a través de la constitución de ese Consejo Económico y Social del cual no pudo hablar antes porque se lo interrumpió el vacunagate. Pidió consenso y unidad en las diferencias. Una serie de cosas buenas y entrañables que lamentablemente no formaron parte del espíritu general del discurso pero que al menos las expuso al final. Algo es algo. Dijo querer construir un país antisísmico, no muy poética pero quizá acertada analogía.
Finalizó con algunas palabritas a su política exterior que la redujo a lo que efectivamente es: un apoyo a Evo Morales en Bolivia y una asociación con México por algunas vacunas. Todo lo demás es silencio porque mucho más no se ha hecho.
En fin, con sus claroscuros, todo queda más oscuro que claro si se analiza el principal faltante del discurso: la inexistencia de un plan estratégico de país y de un programa integral de desarrollo que vaya más allá de algunas medidas puntuales. Algo que el mismo Fernández adujo en su momento no necesitar y que por lo visto definitivamente no tiene.
Por eso, si no se tiene una mirada amplia y global hacia el futuro las rencillas del presente y los odios del pasado terminan imponiéndose sobre cualquier otra cosa y el bienintencionado deseo final del presidente en pos del consenso y la unidad en la diversidad, quedan como aislados del resto de los decires.
Este discurso quizá debió haber sido el primero que dijo, el de un año atrás cuando tal vez podía referirse particularmente a su herencia, pero ahora ya suena simplemente como la reflexión de un hombre que no puede dejar de ver por el espejo retrovisor, o cuando menos el de un hombre que no tiene mucho poder para planificar el futuro que otros, más que él, suponen de su propiedad.