Con una mezcla amarga de resignación y angustia, el país entró de regreso al túnel del confinamiento extremo. Huyendo de un colapso sanitario que creía haber superado tras el esfuerzo que hizo durante largos meses. Al menos desde que el presidente Alberto Fernández lo anunciara por cadena nacional rodeado por gobernadores en la residencia de Olivos y lo concluyera de facto -megáfono en mano, rogando sosiego- en las puertas de la Casa Rosada, durante los caóticos funerales de Diego Maradona.
El sentimiento social de decepción e impotencia ante el grave fracaso en la gestión de la emergencia sanitaria es comprensible. Ha sido dicho: la cuarentena no es vacuna. Y sin vacunas, es un repliegue obligado e incierto hacia la nada.
El recurso al confinamiento se impuso por imperio de la desgracia. El Gobierno intenta fabricar con esa necesidad un discurso de la virtud. Pero el nuevo encierro no es como aquel primero, una fatalidad imprevista. Sino una consecuencia de una de las gestiones más irresponsables de las que el país tenga memoria.
Alicia Castro, exembajadora de Argentina en Venezuela y persistente embajadora del chavismo en la Argentina, acaba de relevar a los opositores en la tarea de nominar ese fracaso y ubicarlo en perspectiva histórica.
Castro declaró que el presidente brasileño Jair Bolsonaro -al que califica de genocida- multiplicó por 10 en un año de pandemia la cantidad de víctimas fatales por coronavirus. Alberto Fernández los multiplicó por 70. Argentina alcanzó en los últimos días el récord mundial de muertos por millón de habitantes. “El récord más triste de la historia”.
Los dichos de Alicia Castro no sólo grafican la gestión sanitaria. También el modelo alternativo que le propone al Gobierno, un confinamiento extremo por tiempo indeterminado.
El razonamiento es contradictorio: Bolsonaro se opuso de manera errónea y contumaz a cualquier cierre de actividades. Pero Fernández lo superó en la multiplicación de víctimas. Sin embargo, la sugerencia es profundizar el encierro. La contradicción se resuelve incorporando la clave que explica el momento actual de la pandemia: es la gestión de las vacunas lo que Argentina hizo peor.
Alberto Fernández presentó al país la nueva cuarentena negando esa realidad. A diferencia del año pasado, la sociedad admite las medidas de restricción, obligada porque los hospitales están desbordados y las vacunas no llegan. ¿Qué conclusión política germina en ese caldo de cultivo?
En ese cruce de caminos entre la negación del fracaso y la imposición de la realidad reside el principal conflicto político que enfrenta el acuerdo que llevó a Alberto Fernández y Cristina Kirchner de regreso al poder.
El Presidente parece haber perdido en la desesperación de la emergencia hasta la brújula simple del sentido común. Inició su discurso recordando con tono admonitorio que siempre habla con la verdad. Un desconocimiento casi ingenuo de su sello de identidad pública más notorio. Siempre hay una versión de Fernández que contradice una versión Fernández.
Para negar las ineficiencias de la gestión sanitaria, el Presidente arremetió otra vez contra la oposición culpándola por la expansión de los contagios. Felipe González, exjefe socialista del gobierno español, acaba de decirlo de manera sumaria: “En situaciones de crisis y agobio, el populismo tiende a ofrecer a los ciudadanos una respuesta simple a una pregunta compleja”. Apuntar a los opositores es simple, pero a la vez expone una ausencia de liderazgo, de voluntad de transversalidad cuando más se la necesita.
Fernández también confunde el valor social puesto en juego en el nuevo confinamiento. Critica a los que reclaman por la pérdida -que es real- de sus derechos a la libre de circulación. Para la gran mayoría, lo que está en juego parece ser más bien una cuestión de justicia. Y de justicia social, una cláusula de fe para el elenco gobernante: la experiencia de la cuarentena anterior enseñó que el saldo previsible es más hambre y más pobreza.
Con esa confusión del Presidente articula otro elemento distorsivo adicional. Es el que aporta Cristina Kirchner desde la vicepresidencia. El discurso público del Gobierno se compuso esta vez con dos imágenes simultáneas. La de la crisis sanitaria en su momento más trágico y la del Congreso Nacional obligado por la vicepresidenta a discutir su deseo de manejar con el puño a los fiscales federales.
Es tan evidente, tan vasta y disruptiva la distancia entre las angustias sociales y las prioridades políticas del Gobierno que nadie puede predecir lo que se incuba en el huevo de la serpiente.
El expresidente Mauricio Macri arriesgó en Córdoba que en esa combinación explosiva de crisis social y obsesión autoritaria corre riesgo la vigencia de la siempre frágil institucionalidad democrática. La contundencia del diagnóstico no se compadece con la escena, apenas disimulada, de internas en el principal espacio opositor.
María Eugenia Vidal regresó a la escena pública con una novedad más bien esperada: la oposición no tiene candidato para disputarle a Cristina el territorio bonaerense. El magma ardiente y definitorio de la elección postergada para noviembre.
Vale también para los opositores la reflexión de Felipe González: “La inmensa ventaja de la democracia no es garantizar el buen gobierno, sino que podamos echar al gobierno que no nos gusta”.
Ya le ocurrió a la oposición en 2019. De la sensatez de sus disputas también depende que esa modesta y benéfica ventaja democrática no se pierda.