Trabajo por hacer es lo único que hay. La Argentina está parada por novena vez ante una nueva oportunidad. El alivio en el flujo de caja conseguido con el canje por el gobierno de Alberto Fernández hasta 2030 es de 37.700 millones de dólares pero las pruebas de solvencia, por cómo se estructuraron los vencimientos, comenzarán en 2025.
Es cierto que el Gobierno ha trabajado en función no solo de su gestión. Pero ahora le cabe la responsabilidad de comenzar a generar las condiciones necesarias para que quien lo suceda no esté en un escenario similar al que acaba de reconfigurarse.
A poco de comenzar a salir de la pandemia, Fernández debería empezar a mostrar a dónde y cómo quiere ir. Es el momento para dar vuelta las expectativas negativas que surgieron en abril de 2018 con la crisis de financiamiento y que aún hoy él no pudo revertir.
Martín Guzmán, el ministro de Economía, dijo ayer que no prevé presentar un “power point” con “proyecciones rígidas”. Pero si no explica cómo hará para ir al superávit fiscal tras una década en rojo, menos logrará que el ahorrista piense en el peso.
Si que el dólar pierda contra la tasa de interés es el plan medular sin generar confianza y reducir la inflación, sólo se expondrá a la política económica al mismo naufragio que se le advirtió a Macri y nunca escuchó.
Mientras la inflación se come los ingresos a pesar de que los precios regulados están congelados por el Gobierno, existe un sentimiento transversal en la sociedad: la incertidumbre por entender que lo que viene siempre puede ser peor.
El Banco Central, por ejemplo, viene convalidando la suba del dólar. Fernández insiste en que quiere un tipo de cambio competitivo para impulsar las exportaciones. Pero hasta aquí nadie lo ha explicado. A Miguel Ángel Pesce, presidente de la entidad rectora, la opinión pública no le conoce todavía la voz.
Por otro lado, el dinero que no se pagará gracias a este canje es dinero que hoy no existe y hay que generar. La Argentina ha llegado a esta operación en estado de quiebra, con reservas para financiar sólo tres meses de importaciones y un sinfín de desequilibrios macroeconómicos.
Los 105 días en los que Guzmán, el economista heterodoxo de 37 años que Fernández eligió, ha pulseado con los fondos de inversión más poderosos del planeta son el corolario de años en los que la política económica no administró y mucho menos corrigió los desequilibrios.
El dilema del huevo o la gallina se resuelve dependiendo de la biblioteca con la que se lo intente descifrar. Pero en los hechos concretos, aquí hubo un gobierno que ha emitido deuda con condiciones impagables para tapar el déficit insostenible que dejó su antecesor.
Un punto de partida alentador, ahora, es el consenso que se ha generado entre el Gobierno y la oposición política: reestructurar la deuda externa era una condición necesaria, pero que por sí sola no resuelve nada.
Ahora falta que se pongan de acuerdo para propiciar la estabilidad institucional que el sector privado necesita para pensar en poner una máquina a funcionar.
En lo sucesivo se apuntará a renegociar con el FMI y se avanzará con el canje local. Con el organismo el diálogo está encaminado. Y para lo segundo, el 60% de la deuda está en manos de los bancos y de los organismos públicos. No habrá grandes obstáculos allí.
La pandemia dejará al país a fin de año en la crisis más profunda de su historia. Por ello, a Fernández al menos en este mandato ya solo le quedará oportunidad para buscar que la pobreza tire el ancla y que el desempleo deje de subir.
Y administrar esa crisis sin mayor costo social al mismo tiempo en que se construye disciplina fiscal, a juzgar por el derrotero conocido de los últimos años, parecen dibujar dos paralelas que solo en unos años se sabrá si finalmente se juntan en el horizonte.