La campaña carece todavía de los elementos que serán determinantes en las próximas contiendas electorales, que la grieta política vuelve a presentar como instancias bisagra para la inestable e impredecible Argentina.
En esa incipiente carrera proselitista predomina lo que parece ser un denominador común, por supuesto con matices, entre la coalición oficialista Frente de Todos (FDT) y la opositora Juntos por el Cambio (JPC): ambos sectores permanecen en el complejo e incómodo barro de las internas y de las contradicciones.
Esos conflictos que la política aún no puede resolver son los que impiden conocer cuáles serán los planes de futuro más allá de las generalidades que de un lado y del otro se reproducen a los cuatro vientos para tratar de empatizar con el electorado.
Episodios recientes abonan esa percepción. Por caso, la narrativa a la que recurrió el FDT para que la militancia no sufra el peso de las paradojas en la búsqueda de adeptos quedó trunca cuando Alberto Fernández intentó darle vuelo regional.
Al encabezar la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), el Presidente habló de una democracia en riesgo y apuntó contra la “derecha recalcitrante y fascista”, al tiempo que minimizó bajo la premisa de la autodeterminación de los pueblos los cuestionamientos contra las violaciones de los derechos humanos en Venezuela, Nicaragua y Cuba.
Pero su mensaje se diluyó cuando Luis Lacalle Pou, el presidente de Uruguay (o “el hermano menor de la Argentina”, según Sergio Massa), le recordó que en varios de los países miembros de la Celac “no se respetan ni la democracia, ni las instituciones, ni los derechos humanos”. Y completó su contrapunto advirtiendo que ese foro regional no debía convertirse en un “club de amigos ideológicos”.
El evento también expuso la incapacidad de quienes integran el seno del FDT para dirimir sus diferencias, o tal vez, la vocación por someterlas a la consideración de la opinión pública con la esperanza de darle forma a la impredecible interna.
A saber, Cristina Kirchner encaró una agenda paralela en su despacho del Senado, en la que no logró incluir a Lula da Silva, pero la nota la dio su fiel representante en el Gabinete Eduardo “Wado” De Pedro cuando salió al ataque de Alberto Fernández por no haberlo sumado a una reunión con el mandatario brasileño y referentes de derechos humanos. El ministro del Interior y referente de La Cámpora recurrió a duros términos que hizo circular con trascendidos periodísticos: dijo que el jefe de Estado “no tiene códigos” y que “omitió invitarlo porque lo ve como un competidor para las próximas elecciones”.
El drama de las internas encendió las alarmas también en la cúpula de JPC. Los titulares del PRO, la UCR, la Coalición Cívica y Encuentro Republicano Federal se reunieron de urgencia ante las posibles rupturas en algunas provincias claves, como Mendoza, y acordaron sancionar a aquellos que pongan en riesgo la unidad. En rigor, no los dejarán usar el sello partidario.
Aunque los intereses que promueven las disputas se ajustan a las particularidades de cada territorio, una de las grandes causas radica en la pelea por la candidatura presidencial entre la titular del PRO, Patricia Bullrich (¿o directamente Mauricio Macri?), y el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta.
Con las ecuaciones para dar batalla en las urnas irresueltas, en el FDT y en JPC recurren al ya conocido modus operandi de la confrontación que les permite ganar visibilidad sin la necesidad de adentrarse en cuestiones más complejas, o incómodas para contar, como lo es la receta que se usará para tratar de revertir la carrera inflacionaria.
El arranque en la Cámara de Diputados del juicio político que promovió el gobierno nacional contra la Corte Suprema de Justicia se transformó en terreno fértil para darle continuidad a ese espectáculo de cruces y chicanas.
Pero en el llano predominan otras inquietudes. Y ese contraste entre las cuestiones que aquejan a la dirigencia política y a la sociedad civil se convirtió en un fenómeno que preocupa porque alimenta la marea antipolítica que encuentra sentido en el agobio social y que personaliza el lobo estepario libertario Javier Milei.
En los centros de operaciones del FDT y de JPC siguen de cerca el efecto Milei porque promete ser, según las mediciones de las consultoras, la variable que definirá el resultado en otra elección de extrema polarización. Claro que lo hacen con distintas conjeturas porque mientras en el oficialismo lo identifican como la referencia más extrema del enemigo a enfrentar, en la oposición hay quienes encontraron en sus posturas un camino para conectar con los sectores desencantados.
El gran misterio de la campaña tiene que ver con los planes que cada uno de los bandos implementará, si es que esa es la intención, para darle cierta previsibilidad a la economía argentina y resolver problemas crónicos como los que repasó el papa Francisco ya sin preocuparse por medir sus palabras.
El argentino al frente de la Iglesia Católica se quejó por el nivel de la pobreza y por la “impresionante inflación” y no vaciló al responsabilizar a la clase política. “Mala administración”, sentenció. Sin embargo, en el Gobierno recurrieron al trillado argumento sobre la herencia macrista y en la oposición se llamaron a silencio.